Capítulo 11: Corderito, ¿quién te hizo?

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—¿Qué has hecho esta tarde, pequeña? — le pregunté a Alba cuando estábamos cenando juntas.

Habían pasado quince días desde que mi joven esclava dio un giro a su vida. Era evidente en la forma de hablar de Alba, en su forma de andar e incluso en su postura. Estoy segura de que ella ni notaba los cambios que se estaban produciendo, pero mis ojos lo absorbían todo. Sonreía mucho más y a veces, creo, hasta se olvidaba de que era yo con quien estaba charlando. Me habló de su día y me quedé ahí sentada, con un codo apoyado en la mesa y la barbilla en la palma de la mano, fascinada por todas y cada una de las palabras que pronunciaba la muchacha.

La recién adquirida seguridad de Alba tranquilizaba muchos de mis temores. Ya no me preocupaba tanto cuando no estaba conmigo, pues sabía que ahora poseía suficiente actitud para mantenerse ligeramente fuera de peligro. Al parecer, pasaba los días llenando los pergaminos que le había comprado. Sabía que todos los días pasaba un rato con Noemí y en una ocasión hasta la vi riendo con mi doncella, Marta, cuando se dirigían al mercado.

Como soberana, muy a menudo mi tiempo libre no me pertenecía, pero cuando sí que me tomaba un descanso de la tarea de gobernar las tierras que estaban a mi cargo, ese tiempo lo pasaba con esta joven. De vez en cuando, daba permiso a Alba para que bajara a los campos de entrenamiento y se quedara mirando mientras yo entrenaba. Por alguna razón desconocida para mí, le gustaba sentarse encima de los muros bajos de piedra que rodeaban la zona de combate y miraba mientras yo intercambiaba golpes con una serie de armas enfrentada a mis soldados. Rara vez permitía a la joven que estuviera allí, pero ella nunca me rogaba que la dejara. Se limitaba a sonreír y asentir con entusiasmo cuando le preguntaba si le apetecía acompañarme.

Confieso que tenía dos motivos para dudar a la hora de traer a mi esclava aquí abajo. El motivo evidente era que me preocupaba que una chica bonita estuviera a la vista de mis hombres, sobre todo mi chica bonita. He pasado casi toda mi vida con soldados o alrededor de ellos y, en general, son una panda de zafios. No veía la necesidad de hacer pasar a Alba por una humillación indebida y tampoco deseaba encontrarme yo misma en una situación en la que me viera impulsada a matar a un hombre por una sonrisa lasciva o un silbido. Sabía lo celosa que podía llegar a ser y lo irracional que podía ser mi temperamento.

¿Para qué jugar con fuego?

El segundo motivo era más bien un problema personal mío. Dicho llanamente, me resultaba desconcertante ver a Alba observando embelesada mientras yo entrenaba y demostraba mi habilidad como luchadora contra unos jóvenes que apenas tenían la mitad de mi edad. En el corazón de esta mujer tan grande, de esta Conquistadora, había una masa de inseguridades, sobre todo cuando se trataba de Alba. Lo cierto es que nunca estaba del todo segura de sí la joven quería mirarme a mí o a los jóvenes a los que machacaba.

—Espera... repite. ¿Quién es Julia? —pregunté.

Tenía la capacidad desconcertante, para algunos, de dejar vagar la mente, pero seguir oyendo todo lo que sucedía a mi alrededor. Alba se había trasladado a la cama a mitad de la conversación y cuando volví a levantar la mirada, tenía las piernas recogidas contra el pecho con aire informal y la espalda apoyada en el cabecero de madera tallada. Me estaba hablando de una mujer de la que se había hecho amiga, pero yo no conocía a nadie del castillo que se llamara así.

—Es la madre de Peeta, mi señora. ¿Te acuerdas del niño al que...?

—Ah, sí, sí. ¿Se encuentra bien, entonces? — pregunté, recordando lo frágil y enferma que parecía cuando Famous me condujo a las habitaciones de palacio que había destinado a la mujer y sus hijos.

—Muy bien, mi señora. Me está enseñando a coser y a crear unas cosas maravillosas con tela. ¿Sabes que fue aprendiza de una famosa costurera de Atenas antes de casarse?

Al Final Del ViajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora