1-2 La Detención de Arsenio Lupin

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Desde la primera hora, yo había presentado mi candidatura a flirtear con ella.

Pero, en la rápida intimidad del viaje, inmediatamente su belleza me había turbado, y yo me sentía excesivamente emocionado para un flirteo cuando sus grandes ojos negros se encontraban con los míos. Sin embargo, ella acogía mis homenajes con cierta aceptación y favor. Se dignaba reír ante mis frases ingeniosas, e interesarse por mis anécdotas. Una vaga simpatía parecía responder a la solicitud que yo le testimoniaba.

Sólo un rival, quizás, me hubiera inquietado; era un joven guapo, elegante, reservado, del cual ella parecía preferir el carácter taciturno a mis maneras "fuera de lugar" de parisiense.

Precisamente, ese joven formaba parte del grupo de admiradores que rodeaban a la señorita Nelly cuando ella me interrogó. Nos encontrábamos en el puente, cómodamente instalados en sillas mecedoras. La tempestad de la víspera había aclarado el cielo. La hora estaba deliciosa.

— Yo no sé nada con exactitud, señorita, le respondió pero ¿acaso es imposible para nosotros el llevar a cabo nuestra propia investigación, lo mismo que lo haría el viejo Ganimard, el enemigo personal de Arsenio Lupin?

— ¡Oh! ¡Oh! Usted se anticipa mucho.

— ¿En qué? ¿El problema es acaso tan complicado?

— Muy complicado.

— Es que usted olvida los elementos que nosotros disponemos para resolverlo.

— ¿Qué elementos?

— Primero, Lupin se hace llamar señor R...

— Esa es una seña un poco vaga.

— Segundo, viaja solo.

— Si esta particularidad le basta a usted...

— Tercero, es rubio.

— Y luego, ¿qué?

— Luego, nosotros ya no tenemos más que consultar la lista de pasajeros y proceder por el sistema de eliminación.

Yo tenía esa lista en mi bolsillo. La tomé y me puse a examinarla.

— En primer lugar, noto que sólo hay trece personas cuya inicial llame nuestra atención.

— ¿Trece solamente?

— En primera clase, sí. Y de esas trece personas cuya inicial es R..., como ustedes pueden comprobar, nueve vienen acompañadas de esposas, de niños o de criados.

Quedan sólo cuatro personas aisladas: el marqués de Raverdan...

— Secretario de embajada... — interrumpió la señorita Nelly —. Yo le conozco.

— Él comandante Rawson...

— Es mi tío — dijo alguien.

— El señor Rivolta...

— Presente — exclamó uno de entre nosotros, un italiano, cuyo rostro desaparecía bajo una barba del más hermoso color negro.

La señorita Nelly estalló a reír.

— El señor no es precisamente rubio.

— Entonces — volví a hablar yo— estamos obligados a llegar a la conclusión que el culpable es el último de la lista.

— ¿O sea?

— O sea el señor Rozaine. ¿Alguien de ustedes conoce al señor Rozaine?

Todos callaron. Pero la señorita Nelly, interpelando al joven taciturno cuya asiduidad cerca de ella me atormentaba, le dijo:

— Y bien, señor Rozaine. ¿No contesta usted?

Todos volvimos la mirada hacia él. Era rubio.

Confieso que sentí como un pequeño choque allá en el fondo de mí mismo. Y el molesto silencio que pesaba sobre nosotros me indicó que los otros asistentes a aquella escena experimentaban también esa misma clase de angustia. Por lo demás, aquello era absurdo, puesto que, a fin de cuentas en el porte de aquel caballero nada permitía el sospechar de él.

— ¿Que por qué no respondo? — dijo —. Pues porque una vez visto mi nombre, mi carácter de viajero solo y el color de mis cabellos he procedido ya a una investigación análoga por mi propia cuenta y he llegado al mismo resultado. Opino, por consiguiente, que se me detenga.

Tenía un aspecto extraño al pronunciar esas palabras. Sus labios, finos como dos trazos inflexibles, se hicieron todavía más finos y palidecieron. Hilos de sangre estriaron sus ojos. 

Arsenio Lupin Caballero y LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora