1-4 La Detención de Arsenio Lupin

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Esa era una expresión de miedo bien manifiesta.

Una hora más tarde, una circular escrita a mano pasaba de mano en mano entre los empleados de a bordo, la marinería y los viajeros de todas las clases: el señor Luis Rozaine prometía una suma de diez mil francos a quien desenmascarase a Arsenio Lupin o encontrase a la persona en cuyo poder estuvieran las alhajas robadas. — Y si nadie acude en mi ayuda contra ese bandido, le declaró Rozaine al capitán, yo, por mi cuenta, me las veré con él.

Rozaine contra Arsenio Lupin, o, más bien, conforme a la frase que corría de boca en boca, el propio Arsenio Lupin contra Arsenio Lupin. Y esa lucha no dejaba de tener interés.

Tal lucha se prolongó durante dos días.

Se vio a Rozaine ir de un lado a otro, mezclarse entre el personal, interrogar, huronear. Por las noches se observaba su sombra rondando.

Por su parte, el capitán desplegó la mayor energía y actividad. De arriba abajo, y por todos los rincones, fue registrado el Provence. Se registraron todos los camarotes, sin excepción, con el pretexto, que era muy de justicia, que los objetos estaban ocultos en algún lugar sin importar qué lugar fuera, salvo el camarote del culpable.

— Así se acabará por descubrir algo, ¿no es verdad? — me preguntó la señorita Nelly —. Por muy brujo que sea, no puede hacer que los diamantes y las perlas se hagan invisibles.

— En efecto — le respondí yo, o de lo contrario, será preciso registrar las copas de nuestros sombreros, el forro de nuestras americanas y todo cuanto llevamos puesto.

Y mostrándole mi máquina de retratar, que era una 9 por 12, con la cual yo no dejaba de fotografiarla en las posturas más diversas, le dije:

— Y en un aparato que no sea más grande que este, ¿no cree usted que habría lugar para esconder todas las piedras preciosas de lady Jerland? Basta con simular que se toman vistas, y el truco queda hecho.

— Sin embargo, yo he oído decir que no existe ladrón alguno que no deje detrás de él alguna huella.

— Sí, hay uno: Arsenio Lupin.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué? Porque él no piensa solamente en el robo que realiza, sino también en todas las circunstancias que podrían denunciarle.

— Al principio usted se mostraba más confiado.

— Pero luego yo le he visto en acción.

— Entonces, ¿según usted...?

— Según yo, perdemos el tiempo.

Y en realidad las investigaciones no daban resultado alguno, o, cuando menos, el resultado que dieron no correspondió al esfuerzo general: al capitán le robaron su reloj.

Furioso, el capitán redobló su ardor en las investigaciones y vigiló aún más cerca de Rozaine, con el cual ya había celebrado varias entrevistas. A la mañana siguiente, por una graciosa ironía, el reloj desaparecido fue encontrado entre los cuellos postizos del capitán de segunda clase.

Todo ello tenía un cierto aire de prodigio y denunciaba bien a las claras el estilo humorístico de Arsenio Lupin, el ladrón, es verdad, pero también diletante. Aquel trabajaba por gusto y por vocación, cierto es, pero a la par por divertirse. Daba la impresión del caballero que se divierte con la obra que tiene que representar y que desde entre bastidores se ríe a mandíbula batiente de sus propios rasgos de ingenio y de las situaciones que él ha imaginado.

Decididamente se trataba de un artista en su género, y cuando yo observaba a Rozaine, sombrío y obstinado, y meditaba en el doble papel que ese curioso personaje estaba sin duda representando, no podía hablar de él sin una cierta admiración.

Mas la antepenúltima noche el oficial de guardia oyó lamentos que provenían del lugar más oscuro del puente. Se acercó. Allí había tendido en el suelo un hombre con la cabeza envuelta en un mantón gris muy tupido con los puños amarrados con ayuda de una delgada cuerda.

El hombre fue liberado de sus ligaduras. Le ayudaron a incorporarse y le fueron prodigados los oportunos cuidados.

Ese hombre era Rozaine.

Era Rozaine, que había sido asaltado en el curso de una de sus expediciones, derribado a tierra y despojado del dinero que llevaba encima. Una tarjeta de visita, sujeta a su americana con un alfiler, contenía estas palabras:

Arsenio Lupin acepta con agradecimiento, los diez mil francos del señor Rozaine.

Pero, en realidad, la cartera robada contenía veinte billetes de a mil.

Naturalmente, se acusó al desventurado de haber simulado ese ataque contra sí mismo. Más, aparte que le hubiera sido imposible el amarrarse en la forma que él lo estaba, quedó comprobado que la escritura de la tarjeta era completamente distinta de la escritura de Rozaine, y se parecía, por el contrario, extraordinariamente a la de Arsenio Lupin, conforme aparecía reproducida en un viejo periódico encontrado a bordo.

Así, pues, Rozaine no era en absoluto Arsenio Lupin. Rozaine era Rozaine, hijo de un negociante de Burdeos. Y la presencia de Arsenio Lupin se confirmaba una vez más, ¡y mediante qué acto de temeridad!

Aquello fue el terror. Ya nadie se atrevía a permanecer a solas en su camarote, y mucho menos aventurarse sin compañía por los lugares del barco demasiado alejados. Prudentemente, los pasajeros se agrupaban unos con otros. Y aun así, por un impulso instintivo, cada cual desconfiaba hasta de los más íntimos. Y es que la amenaza no provenía de un individuo aislado y por ello mismo menos peligroso. Ahora, Arsenio Lupin era..., era todo el mundo. Nuestra imaginación sobreexcitada le atribuía un poder milagroso e ilimitado. Se le suponía capaz de adoptar los disfraces más inesperados, de ser unas veces el comandante Rawson, otras el marqués de Raverdan, o incluso, pues nadie se limitaba ya a la acusadora inicial del nombre, tal o cual persona conocida de todos y que venía acompañada de su esposa, de niños y de criados. 

Arsenio Lupin Caballero y LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora