Los videojuegos, ese conjunto de píxeles y polígonos que, a base de algoritmos, unos y ceros logran crear mundos fantásticos, llenos de aventuras y entretenimiento. Pudiendo en ellos tomar el rol de un héroe medieval, un luchador capaz de hacer proezas físicas impresionantes, un deportista de élite, un asesino a sueldo, o prácticamente cualquier cosa que se te venga a la mente. Es incontable la cantidad de horas que muchos hemos invertido en ellos, perdiéndonos en sus mundos, y en muchos casos llegando incluso a invertir más horas en ellos que en el mundo real, pudiendo deberse esto a una mera cuestión de diversión, o como medio para escapar de una dura realidad, al igual que podría serlo las drogas, el sexo, el alcohol, o cualquier vicio en general; ninguno de estos últimos por suerte ha llegado a ser mi caso. Durante mi infancia el relacionamiento con otros niños nunca se me dio especialmente bien, en la escuela no era el chico gracioso, ni el inteligente, y mucho menos destacaba en los deportes, lo cual no hacía muchos méritos para mantenerme en un alto escalafón de popularidad, y sumado a que tampoco compartía muchos intereses con los demás; y que en mi casa la ausencia de mis padres era algo cotidiano debido a que ambos trabajaban y cuando volvían a casa querían estar tranquilos; ese cóctel de situaciones acabó de sentenciar mi sentimiento de soledad por aquellos años, si hubiera tenido un hermano quizás la cosa hubiera sido un poco diferente, bueno, tenía un medio hermano mayor, pero este me llevaba diez años, vivía en otro continente y murió antes de que yo cumpliera tres, hasta donde yo se su existencia nunca fue algo que mis padres hubieran tratado de ocultar, inclusive conservábamos una foto de ambas familias juntas en la sala de mis padres, y mi medio hermano aparecía sentado en el suelo jugando videojuegos conmigo, obviamente a tan corta edad yo apenas sabía sostener el mando y apretar botones sin sentido alguno, y tampoco es que importara mucho ya que como parece ser tradición familiar, al más pequeño de la casa le toca "jugar" con el mando desconectado, y como es evidente, en ese entonces los mandos inalámbricos no existían.
En los videojuegos terminé encontrando refugio, de alguna manera lograba sentirme relevante a través de sus emocionantes historias mientras me dedicaba a llevar una vida descafeinada en el mundo real. Viéndolo a la distancia, tampoco es que mi vida fuera mala, mis padres, aunque algo ausentes en ocasiones, eran buenos conmigo, en la escuela jamás sufrí de bullying, e incluso lograba hacer alguna que otra efímera amistad con quienes compartían mi afición principal. Mi vida considero que no ha estado marcada por el sufrimiento, sino por la apatía.
Desde que tengo uso de razón que en mi casa siempre hubo alguna consola de juegos, comenzando por videojuegos en dos dimensiones muy sencillos técnicamente hablando, hasta los más actuales que poco tienen que envidiarles a las grandes producciones de cine. El problema con estos últimos, es que de alguna forma, he sentido y aún siento que les falta corazón; las compañías piensan en hacer juegos accesibles para todo el mundo para así aumentar sus clientes, no se arriesgan a gastar dinero en añadidos curiosos que puedan dar variedad a sus títulos, y lo que más me desmotiva de estos, quizás más por culpa del internet que de las compañías, es que apenas sale un videojuego y ya sabes perfectamente todo lo que este contiene, sin sorpresas, sin misterios. Esos misterios que tanto despertaban mi curiosidad siempre se vieron ligados a los videojuegos antiguos, quizás porque al jugarlos a mi corta edad era más fácil de sorprender, y porque era una época mucho más sencilla, en donde la ingenuidad se veía enormemente más consentida que hoy en día.
A mis ocho años, recuerdo que recibí mi primera consola capaz de procesar juegos con carga poligonal, o lo que a efectos prácticos es lo mismo, juegos en tres dimensiones. Aunque a día de hoy estos pueden parecer que ofrecen modelados muy pobres y jugabilidad muy acartonada, en su momento, fue una completa revolución dentro del mundo de los videojuegos; sentíamos que pasábamos de tener juegos con personajes planos a tener mundos vivos, las personas empezaban a ser personas, los animales empezaban a ser animales y los monstruos empezaban a ser monstruos. Disfrutaba especialmente los juegos de disparos —supongo que como todo niño tenía especial predilección por la violencia— y en cuanto la industria alcanzó el potencial suficiente para desarrollar juegos de ese calibre me vi fascinado por los de mundo abierto; sin embargo, el juego al que más horas le he dedicado y que más momentos memorables me ha brindado es uno que me vino por defecto con la consola, este claramente era un disco que por equivocación estaba dentro de un estuche distinto, ya que en la portada aparecía un soldado arrastrándose entre escombros con un fusil en las manos, y el videojuego en el disco no tenía absolutamente nada que ver con ello. Todo en el juego estaba en japonés, por lo que nunca tuve alguna palabra clave que me sirviera para reconocerlo, ni siquiera cuando comencé a tener acceso a la gigantesca fuente de información que provee el internet y quise buscarlo describiendo sus características.
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El torrente oscuro
HororUn hombre recibe una revelación divina y debe convencer a todos de llegar al monte de la luz antes de que sea demasiado tarde. Un joven se reencuentra con un videojuego de su infancia y descubre en él una serie de significados ocultos. En el espacio...