Lo que sentí, cuando ya no pude verla una vez más.

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Impotencia, tristeza, resignación. Carina, había perdido la vista en un accidente.

Parte de un líquido revelador de fotografías le había caído encima y en sus ojos. Ahora ella debía vivir sin ver los colores que la rodeaban, sin las figuras y sin la capacidad de poder capturar la belleza tal como le gustaba hacer por medio de fotografías.

Ella me había ocultado eso por varios días, pero fue muy tonto de su parte ya que siempre me enteré, aunque la forma en como me di cuenta fue de las amarga.

Carina regreso al país con la tutela de su padre. Él había invertido mucho dinero en su recuperación y en la donación. Pero el problema era que no había donantes y ella tendría que permanecer en ese estado. La acompañé todos los días, la cuidé e intenté hacerla feliz. Afortunadamente, ella no me rechazó, y el sentimiento entre ambos creció. Al principio me había enfadado mucho conmigo mismo, por el hecho de no haber tenido valor de cruzar aquella línea de la amistad. Y debido a esto, intenté enamorarla sin reservas. No me detuve, aunque ella se despreciaba por su perdida. Incluso me acusó de tenerle lastima y yo aun así insistí.

Pero, al ver que no había un donante para la operación ella se resignó. Me negué rotundamente a su decisión. No quería que Carina se mantuviera así, y como tal, tomé mi propia decisión.

Me llamaron loco, pero no lo era. Masoquista, tampoco lo era. Inocente, no era tan ignorante. No tanto como para saber lo que estaba haciendo, no. Sabía lo que estaba haciendo y aunque mis padres rogaron con que pensara bien las cosas, yo no cedí.

―Señor Izaguirre ―saludé al padre de Carina una vez entrado a la habitación.

―Nicolás ―contestó mi saludó de manera respetuosa―. Está bien que quieras hacerlo, pero... deberías pensarlo bien.

«Lo que me faltaba». Una eminente irritación hizo que mi quijada rechinara ante la impaciencia.

―Yo sé lo que hago ―dije tratando de mantener mi tono de voz lo más calmado posible.

―Nicolás. No quiero que vivas una vida así, ella puede sobrevivir bajó mi cuidado, pero tú... ―El señor que tanto temía de pequeño trató de cambiar mi opinión.

Pero no pude, además ya no tenía miedo, como al principio, y estaba más que decidido. Yo mismo estaba sorprendido ante mi terquedad.

―Señor, todavía tengo mis manos, tengo mis pies y tengo mi cerebro, también mis oídos y mis voz. Perder la vista, no será mi fin. ―Le sonreí.

Él suspiro derrotado. Alzó las cejas canosas y rascó su barba mientras miraba el piso. Había ganado la batalla e hizo una mueca de lástima.

―Está bien, después de todo es tu decisión. Luego no me culpes ―dijo finalmente.

―Gracias. ―Sonreí ampliamente, agradecido por su comprensión―, pero, me gustaría que no le mencione de esto a Carina. ―Él me miró sorprendido―. Es para una pequeña venganza ―dije riendo con nerviosismo.

Él negó con la cabeza en desapruebo.

―Está bien. Nicolás, no te comprendo para nada. —Sonrió a medias.

―No se preocupe, no estoy loco. Talvez loco de amor. ―El me miró fijamente y una leve sensación de admiración se transmitió a través de su mirada.

―Bueno muchacho. Buena suerte. ―Se despidió y asentí, luego él cerró la puerta.

A los pocos minutos las enfermeras me recogieron para entrar al quirófano. Para encontrarme con mi siguiente destino, una del cual no me arrepentiría de haberlo elegido.

Ojos color solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora