La noche pintaba para ser una más. Era jueves, esos días casi no había gente en el bar, al menos no por la noche, casi siempre había estudiantes o parejas pero por la tarde ya que al día siguiente trabajaban o estudiaban; los jueves ni siquiera había buenas propinas.
Llevaba ya dos años en el mismo bar, estaba justo en frente de la universidad a la que asistía de lunes a viernes. Estudiaba la licenciatura en odontología, una carrera muy absorbente, sin embargo, necesitaba más de lo que mis padres podían ofrecerme, pues, a lo largo de mi estancia en la universidad, me pedían diversos materiales. No quería cargarle la mano a mis papás con eso; aún vivía con ellos y trataba de colaborar lo más que podía con el costo de mis estudios.
Mi único día de descanso era el domingo, puesto que los sábados doblaba turno en el bar que por cierto abría más temprano. Me sentía ya algo cansada, iban a ser las nueve de la noche, yo estaba de cuatro de la tarde a once de la noche en el bar, llegaba a mi casa a hacer tarea y dormir un poco para continuar con mi día, a veces cuando tenía horas libres mi mejor amiga y yo aprovechábamos para adelantar tareas o incluso, para dormir un poco.
Era la encargada de la barra, por lo que mi labor terminaba apenas media hora antes de cerrar —mientras que mis compañeros de cocina cerraban a las diez de la noche—. Aún así, prefería estar en barra que ser mesera o que estar en cocina, en barra es menos probable tener problemas con clientes y cocineros, sólo te concentras en atender bien los pedidos de bebidas y a uno que otro loco que llega a tomar solo. Así que, además de todo, era como el clásico cantinero: confidente de aquellos amantes desdichados.
Llegó una chica morena, alta, de cabello oscuro y ojos grandes, primero le asignaron una mesa pero después se quiso cambiar a la barra, por lo que yo la atendería.
—Hola, buenas noches ¿te ofrezco algo de tomar?— le dije mientras le extendía la mano para darle la carta. —Hoy cerramos cocina a las diez.
—Gracias. Cerveza oscura por favor. —Su acento era como colombiano o de algún país de Centroamérica.
—Claro, en seguida —destapé su cerveza y se la coloqué al lado de la mano junto con un vaso con hielo.
—Gracias —respondió sin mucho ánimo y sin voltear a verme, pues estaba concentrada en la carta.
Pasaron varios minutos y no se decidía por nada aún, mientras yo estuve atendiendo varias comandas.
—¿Qué me recomiendas? —sus enormes ojos verdes me miraron directo. Me sentí intimidada por un momento y se me borró el casete unos segundos, no sabía qué responderle y ella se dio cuenta. —Me refiero de comida, la cerveza para mí está bien.
—Personalmente me gustan mucho los nachos con tocino, las hamburguesas y las papas puercas.
—¡Ah! ¿Cómo es eso chica?
—¿Qué? ¿Las papas puercas?
—Ajá
—Bueno... —traté de hacer memoria. —Son gajos de papas con especias, bañadas con queso cheddar, parmesano y trozos crocantes de tocino, además llevan un dip de la casa, es un poco picosito.
—Clásico de los mexicanos —me dijo riendo—, pues ponte esas papas por favor.
—Enseguida. —Comandé su orden y la pasé a cocina.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó después de dos cervezas.
—Shirlet —respondí mientras sería unos vasos con refresco. —¿Y tú?
—Daniela.
—¿De dónde eres? —Miré que no hubiesen más clientes alrededor y me puse frente a ella.