Las paradojas de la memoria histórica (11°)

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«La revolución se equivoca, pensé, pues si están repartiendo machetes algo habrá que cortar, algo habrá que defender, y a alguien habrá que matar».

Hernando Téllez (1908-1966), periodista colombiano.

¿Quién no conoce la célebre frase de George Santayana «aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo»? Es casi un concepto absoluto que lo moralmente correcto es recordar, a pesar de que la memoria histórica puede ser tóxica, y a veces, lo correcto es olvidar, no obstante, este no es el caso. Las instituciones de poder, como el gobierno y los medios de comunicación, suelen utilizar este sensible tema para hacer uso y abuso de la memoria histórica de los colombianos, para dominarnos y someternos a merced de sus requerimientos y beneficios. La manipulación de la población es el pilar fundamental de su fuerza, y el deformamiento de nuestro pasado su respaldo para apoyar locos ideales sin sentido alguno.

«Si bien no hay nada moralmente inconveniente en recordar a los caídos y honrar el heroísmo (...), el llamamiento a "fortalecer nuestra determinación de preservar la libertad" es todo menos una inocente beatería», así lo sentencia David Rieff en su obra Elogio del olvido. A lo que hace alusión este intelectual estadounidense es que las conmemoraciones históricas, como tal, no son una vía en un solo sentido, sino que, paralelo a la responsabilidad social de no olvidar los sucesos trágicos de nuestra historia, se percibe el interés político que tienen los demagogos que se encuentran en el poder para aprovecharse de la situación agobiada y doliente de este país.

Hace tan sólo doscientos diez años Colombia es un Estado; ¿qué se podría esperar de una nación tan joven como la nuestra, colonizada por hombres de dudosa reputación, sin respeto por la vida misma y la autonomía de un pueblo? A mi opinión, no mucho; esta es una de las tantas razones por las cuales pertenecemos al llamado tercer mundo. Tenemos un pasado impregnado de violencia, caos y desorden civil, que en poco más de dos siglos no hemos podido superar, sin embargo, esto no es sorpresivo, pues «algunos estudios concluyen que comunidades que han sido víctimas de la violencia, como consecuencia de conflictos civiles, tienen más probabilidades de continuar con este ciclo. Esto se demuestra al comparar las tasas de homicidio en países antes y después de su participación en los conflictos armados, de manera independiente al resultado del mismo» (Bello, 2008). Concretamente podríamos asumir que esto hace parte de nuestra cultura, nuestra esencia histórica.

Al realizar una disección anatómica de la segunda mitad del siglo pasado, podemos observar que «Colombia reporta dos periodos de violencia homicida en incremento: el primero más visible entre 1948-1966 y el siguiente entre 1980-1993, alcanzando su punto máximo en 1991 con una tasa de 79 hechos por cada 100.000 habitantes» (Bello, 2008). Estas dos épocas denotan una clara lucha por el control de la nación: en un primer momento, por el poder político, y luego por el poder económico que brinda el narcotráfico, es decir, «la violencia aumentó, no solo por el enfrentamiento entre el Estado y los grupos guerrilleros, sino por la guerra contra las drogas» (Bello, 2008).

La situación de Colombia frente a la violencia es una inflexión en nuestro recorrido histórico que simplemente no podemos permitirnos dejar atrás. A pesar de que «el fantasma en el banquete de todas las conmemoraciones públicas siempre es la política» (Rieff, 2017), debemos impedir que esto opaque las verdaderas razones por las cuales decidimos optar por el camino de la paz, las verdaderas razones por las cuales decidimos dialogar en vez de luchar. A pesar del cambio de era, nuestro pasado no debe de ser olvidado. «La paz es un continuo personal y colectivo de justicia y libertad» (Bohórquez, 2019). Los jóvenes tienen el deber cívico de ser el nuevo pilar de la rememoración histórica, aquellos que cargan con el peso y las consecuencias de los vestigios de violencia del siglo XX en Colombia, los mismos que tienen la responsabilidad de construir un futuro diferente para sí mismos y para el país.

Personalmente, admito que, en muchas ocasiones, no comprendo los argumentos de la generación de mis padres y abuelos que aprueban o rechazan el estado en el que «culminó» el conflicto armado en Colombia, pero es más que obvio, yo no viví lo que ellos sí. Yo nunca he tenido temor en salir a la calle pensando en que agentes armados del DAS, transportados en automóviles negros, podrían secuestrarme y simplemente hacerme desaparecer de la faz de la tierra; jamás he sentido la zozobra de caminar por los pasajes del centro de la ciudad y que, en cualquier momento, explote un carrobomba; en ningún instante de mi corta existencia, he tenido que soportar la oleada de masacres dirigidas a periodistas, políticos o miembros de la fuerza pública por parte de narcotraficantes para demostrar su poderío; nunca he tenido la incertidumbre de no saber si salir de mi vivienda o no, porque desde la ventana de mi cuarto puedo observar, en la acera del frente, miembros de facciones extremistas de partidos políticos planeando la próxima matanza, leyendo fuerte y claro a todo el pueblo su lista de las siguientes víctimas a causa de su inclinación política.

Jamás viví, vivo, y espero en ningún momento vivir, todas estas situaciones que parecen sacadas de la ficción. La única responsabilidad que tengo como joven de este desangrado país es hacer que todas estas dolosas vivencias no sean degradadas o maquilladas por esas gentes en el poder, que lo único que pretenden es generar caos y terror en los mismos ciudadanos para que idealicemos realidades que no son.

«La ignorancia y el desespero hacen creer a muchos que el camino para la paz es más violencia, y por eso buscan un pacificador, una especie de padre autoritario, un mesías matón; olvidan que la historia está llena de tiranos que han aprovechado el miedo y el odio para legitimar sus abusos de poder, para rodearse de mercenarios dispuestos al genocidio, y de oportunistas que sueñan con el saqueo» (Bohórquez, 2019). Por ello es que los jóvenes del nuevo siglo deben plantearse si pretenden seguir con este historial de violencia, o están dispuestos a generar un cambio, a reinventarse y crear una nueva realidad, para que la futura generación de los próximos cincuenta años no tenga que lamentarse por los vestigios de nuestra decisión de continuar por los senderos de la violencia, repitiendo una y otra vez nuestra historia. Es crucial que «el país, de alguna manera, trascienda los ciclos evidentes de incrementos y descensos en la tasa de homicidios» (Bello,2008), y finalmente, pueda superar esta etapa de su pasado, para que todas aquellas víctimas del conflicto armado, puedan descansar en paz, y que su muerte no haya sido en vano.

Ensayos de una estudianteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora