01 MARTÍN

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La casa estaba vacía. Martín lo supo en el momento en que entró. Solamente el tictac de un reloj en la cocina desafiaba el silencio. 

El temor se apoderó de él de nuevo. "Mami" pensó el como si fuera pequeño, o bueno, más pequeño. "¿Estás de nuevo en el hospital o peor?" Dejó su maleta escolar en el corredor y, olvidándose de que la puerta estaba abierta, se dirigió lentamente a la cocina, con temor de ver qué mensaje le esperaba. Había una nota en el refrigerador: 

Estoy en el hospital. No te preocupes. Prepárate comida que yo vuelvo cuando pueda. 

Te quiere, Simón 

P.D. No me esperes despierto. 

Arrugó la nota y la arrojó al basurero, pero no encestó.  Resopló con rabia. Parecía que últimamente todas las conversaciones con su hermano tenían a un banano de imán en el refrigerador como intermediario. "El banano habla" pensó.  Defendía al refrigerador y evitaba que lo abriera. De todas formas, no podía comer. 

Le llamaban Martín el pájaro en el colegio. Siempre había sido flaco, pero ahora se le veían los huesos, y las muñecas, sus coyunturas reflejaban su angustia. Se veía tan flaco como su madre que estaba en el hospital, invadida por el cáncer. "Muerte por identificación" pensó medio en broma, medio en serio. Al fin y al cabo, siempre lo habían comparado con su madre. Tenía los mismos ojos cafés, el pelo largo y castaño con un leve ondulado y una piel increíblemente pálida que se sonrojaba ante cualquier estímulo. ¿No sería irónico si él también muriera, desapareciendo al tiempo que su doble? 

Martín salió de la cocina sin saber qué hacer. ¿Cómo podía lavar los platos o limpiar el mesón sin saber qué ocurría con su madre en el hospital? Se quitó el abrigo y lo dejó sobre un asiento. Su hermano le insistía en que todo estaría bien, pero ¿y si algo sucedía y él no estaba ahí simplemente porque su hermano no era capaz de admitir que mamá seguramente moriría?

Se estiraba el saco, jugaba con el pelo; las manos no dejaban de moverse. "Ya debería estar acostumbrado" pensó.  Llevaban más de un año en esta situación: largas estadías en el hospital, cortas estadías en casa, semanas de esperanza para después verla recaer y las curas que eran peores que la misma enfermedad. Y es que "acostumbrarse tenía que ser pecado" pensó. "Antinatural" No puede uno acostumbrarse porque eso sería como ceder. 

Se detuvo en el comedor que estaba escasamente adornado con una antigua mesa plegable y asientos que combinaban casi todos, pero las paredes eran una exposición en honor a la vida de su madre. Exhibían un amplio grupo de óleos grandes, alegres y llamativos pintados por ella misma; cuadros cargados de emoción desbordada, llenos de gente riéndose que saltaba, daba vueltas y cantaba. "Como mamá" pensó Martín; como él fue. Era en eso en lo que se diferenciaban, porque Martín creaba obras llenas de oscuridad y preguntas. "Además no son buenas" pensó él. "Yo no tengo talento, es ella. Yo debería ser el enfermo; ella tiene mucho más para ofrecer, mucha más vida" Tú eres oscuro, le decía a veces su madre sorprendida. Tú eres un misterio. 

Quiero ser como ella, pensó casi rogando mientras tocaba la pintura para sentir las pinceladas y tratar de absorber algo de su calidez. 

La sala era fresca y llena de sombras. Los reflejos de luz en el techo, que veía a través de la ventana, se parecían a la luz jugando en el agua y los colores pálidos recordaban los mundos bajo el mar. Tal vez encontraría algo de paz allí, se recostó en el sofá. 

"Solamente disfruta del espacio" se dijo a sí mismo "El espacio que siempre ha estado aquí y que siempre estará; el espacio que no ha cambiado. Voy a simular que tengo cinco años; mamá está preparando comida temprano porque salen a una fiesta y Nath vendrá a cuidarme. Dentro de un rato iré a jugar un par de videojuegos." 

El beso de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora