15 MARTÍN

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Martín miró su reflejo en el espejo del tocador de su mamá y en sus manos sostenía un collar de perlas contra su pecho. Brillaban contra la sudadera negra que llevaba puesta. Su delicada nuca no mostraba ninguna señal, como si el chico no hubiera existido jamás, pero sabía que él estaba afuera en algún lado. Sus dedos temblaban al sentir de nuevo el sabor amargo de la locura.

Al llegar a casa la noche anterior, apneas tuvo tiempo para quitarse la ropa cuando estaba en el baño vomitando. Se acurrucó en el piso en su pijama, apoyando su frente sudorosa contra la baldosa fría, gimiendo después de cada oleada de vómito. El ruido continuo del sanitario intrigó a su hermano, quien se acercó a tocar suavemente en la puerta. Él lo dejó entrar y Simón le acarició la espalda y le dijo cosas agradables hasta que estuvo lo suficientemente bien para levantarse del piso y volver a su cuarto.

-Algo que comí – le dijo.

Él soltó una carcajada triste.

-Tú comes tan poco que suena injusto.

Igual trató de sonreír.

-Sí. Generalmente soy yo él que no me entiendo con la comida y no al revés.

Su sueño fue inquieto. Una vez despertó de un salto y sudando frío, pero no se acordaba qué había soñado. Tenía miedo de dormirse otra vez, incluso trató de evitarlo, pero el sueño lo dominó a pesar de sus esfuerzos. Se levantó en la mañana con un estómago nervioso y ojeras oscuras debajo de sus ojos.

- No vaya al colegio hoy, mi perro – le dijo su hermano antes de salir para el trabajo - Te recojo aquí en ruta al hospital.

Martín no tenía intenciones de ir al colegio, pero tampoco lograba hacer nada más. Al fin se dirigió hacia la habitación de su madre y la caja de las joyas de su mamá.

Siempre le había encantado jugar con las joyas de su mamá y ver cómo estaba ensambladas cuando estaba pequeño y su madre utilizaba eso para su propia conveniencia cuando quería algo de silencio. Revisar los pequeños cajones le trajo la paz de la niñez. Aquí estaba la estrella barata que le había regalado a su mamá en una Navidad y el arete de su abuela.

Había un orden en las filas de los anillos cubiertos por el terciopelo, recuerdos en la extraña variedad de objetos en sus nichos.

Pero los viejos recuerdos no le podían borrar los de la noche anterior y esa tremenda y horrible cacería.

Realmente llegó a creer que Ángel mataría a Isaza y no había nada que él pudiera hacer. "Yo quería protegerlo" pensó. ¿Pero cómo protege uno a alguien de eso? La locura era abrumadora. ¿Y quiénes eran esos muchachos? Se estremeció. Esos chicos estúpidos. Guardó las perlas de nuevo en su estuche.

Sonaron como dientes.

"Nunca nada me volverá a asustar más que ver a Ángel en ese hueco" decidió. Su estómago se apretó, aún no inmune al recuerdo. Cerró la tapa de la caja.

Isaza mató a su propio hermano. Eso tiene que doler, sin importar lo que su hermano fue. ¿Qué sentía él ahora? Su vida entera, si es que así la podías llamar, había transcurrido persiguiendo este objetivo específico. ¿Qué haría ahora?
Si él se iba, ¿Podría ir con él? Se preguntaba. ¿Podría yo vivir así? Sabía que podía vivir en la noche, ¿Pero y la sangre? No, eso no lo podía soportar.

Su mirada buscó el autorretrato de su mamá que estaba colgado encima de la cama.

-Él está tan solo – le dijo a la pintura, como rogándole a su mamá para que lo entendiera.

Se acurrucó en la cama de su madre, acariciando el edredón que le era tan familiar y se durmió debajo del retrato, bajo el ojo vigilante de su madre. Durmió con un sueño profundo y exhausto.

El beso de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora