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Capítulo 4: Memorias de mi infancia

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Mi madre me había dado un bonito vestido, celeste y pomposo con blondas blancas. Cepillaba mi negro cabello con mi cepillo metálico, brillaba como plata nueva en ese entonces.

Siete años cumplidos. Con el vestido y mi nuevo cepillo de cabello no necesitaba más en el mundo para ser feliz. El modo de celebrar de mis padres fue presentarme un cuadro con los días señalados en los que me tocaba hacerme cargo de ciertas tareas, como preparar la cena, limpiar ciertas partes de la casa y ya no solo mi habitación. Ya tenía la edad para empezar a aprender a hacerme cargo de mi vida.


Casi nunca íbamos al gran parque, mi padre siempre decía que, por ser su hija, algunos podrían querer tomar represalias, pues se sabía que de algún modo él había abandonado algo importante que yo no entendía en ese entonces, y que por eso cargaba deshonor en su espalda. Quizá antes él no estaba en el grupo de la comida. Ese deshonor lo cargaba yo también, pero como ya había dicho antes, no lo entendía, solo odiaba el deshonor porque no me daba mucha libertad como a otros niños.

Cuando vi el extenso verde olvidé todo y quise correr, ¡finalmente un día de no entrenamientos! Mi padre solía entrenarme, iba a empezar la "Escuela" en menos de una semana. Ahí iba a poner a prueba mis habilidades y entrenamientos de mi padre, y quizá levantar un poco su honor al demostrarles a los tutores que él era bueno en eso y en su labor de padre, algo que también era... honorable. Al menos eso era lo que él siempre repetía.

—No vayas muy lejos, recuerda estar siempre en donde pueda verte —me decía papá—, cuando mi aroma se haga tenue tú debes detenerte.

Así sabía que ya me había alejado mucho. Sonreí apenas, tratando de contenerme, ya que a los mayores no les agradaba ver sonrisas ni el escándalo de los niños, eran signo de desorden, descuido y dejadez. Corrí y rodé, escalé un árbol con la facilidad y agilidad de un gato y me quedé observando. Mi padre mantenía la vista en mí como siempre, pero pronto pareció relajarse apenas y se puso a hablar con mi madre y un par de amigos suyos que estaban por ahí. Era día de descanso para fortuna mía y muchos conocidos rondaban. Era quizá el único gran parque para todos de nuestro pueblo hasta donde sabía, el resto era bosque frondoso.

Suspiré y vi los alrededores. Yo era solitaria hasta donde recordaba. Nadie se juntaba conmigo, y no era algo a lo que le diera importancia, era parte de mi vida y de la de muchos, pero especialmente mía por lo de mi honor, algo de lo que me habían hablado desde que tenía memoria. La soledad y la eficiencia eran como una sola y me había hecho a ellas.

Pero ver a otros niños perseguirse a veces me había hecho preguntarme por qué yo no podía ser uno de ellos...

Un aroma extraño me distrajo. Todo olía a vegetación y a evolucionados como yo, con los olores sabíamos qué familias rondaban por ahí, pero esta era diferente, era algo que nunca había olfateado antes. Bajé de un salto cayendo en silencio como me habían hecho practicar miles de veces y, luego de asegurarme de que mi padre seguía distraído, avancé ocultándome en las plantas.

Unos insectos brotaron de las hierbas altas y despertó mi ansiedad por perseguirlos. Mi vista se enfocó en uno y corrí. El bicho se posó en una roca y lo atrapé con mis manos al segundo. Las levanté y, apenas el bicho movió una antena, lo volví a atrapar. Un muy ligero ruido de una hoja seca en el suelo me hizo levantar la guardia. Fruncí el ceño y amenacé al pequeño evolucionado que me observaba agazapado entre las plantas.

Gruñí apenas y abrió un poco más los ojos felinos de verde intenso. Me di cuenta de que él tenía parte de ese extraño y nuevo olor. Se enderezó poniéndose de pie y yo también lo hice, todavía amenazando con mi mirada. Nos acercamos midiéndonos el uno al otro con la vista y quedamos frente a frente. Era de mi tamaño, y según mis enseñanzas eso significaba que podía ser de mi edad o un año menor a lo mucho.

Ojos de gato AguilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora