Capitulo 1

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¡IMPOSIBLE! Necesito consultarlo con mi socio...”

“Sabes bien con cuanto gusto te descontaría esa letra; pero... hemos convenido con mi socio...”

“Hombre, si no estuviera en sociedad, si yo solo dispusiera de los fondos, te arreglaba este asunto

sobre tabla... desgraciadamente el socio... “

¡El socio, el socio, siempre el socio!

Era la octava vez en la mañana que Julián Pardo, en su triste vía crucis de descuento, oía frases

parecidas.

Al escuchar la palabra “socio” inclinaba la cabeza y, con sonrisa de conejo, se limitaba a contestar:

–Sí, sí; me explico tu situación y te agradezco.

Luego, al salir, refunfuñaba mordiéndose los labios:

–¡Canalla! ¡Miserable! Yo que le he ayudado tantas veces... Y ahora me sale con el socio... ¡Como si

no supiera que es un mito! ¿Quién iba a ser capaz de asociarse con este badulaque?

Una llovizna helada le azotaba el rostro. Parecía que el sutil polvo de cristal se empeñara en lijarle

las facciones, enflaquecidas por el insomnio, acentuando en ellas esa especie de ascetismo que el

pulimento da a los tallados en marfil.

El fondo de la calle se veía como a través de un vidrio esmerilado. Los rascacielos, inmenso

hacinamiento de cajones vacíos, se oprimían unos contra otros, tiritando como si el viento los

estremeciera.

–El socio... el socio... –seguía mascullando Julián Pardo– una farsa, una disculpa ignominiosa... o

algo peor... sí ¡ya lo creo! Una verdadera suplantación de persona. ¡Sinvergüenza!

En la esquina, un grupo de gente se arremolinaba en torno de un coche de alquiler. Julián se acercó

también y estiró el cuello por sobre los curiosos. ¡Estúpidos! Miraban un caballo muerto.

Ahí estaba el pobre animal con las patas rígidas, los ojos turbios, el cuello como una tabla y los

dientes apretados... Parecía sonreírse.

Julián no podía apartar los ojos de ese hocico, contraído en una mueca de supremo sarcasmo.

¡Pobre bruto! Como él, caería un día, agobiado de trabajo, hostigado por el látigo de las

preocupaciones... Un acreedor, un auriga, una mujer... ¡cuestión de nombre solamente!

¡Oh! Esa sonrisa del caballo parecía decírselo bien claro:

–Hermano Pardo, no me mires con esos ojos tristes. De los dos, no soy seguramente yo el más

desdichado... El coche ya no me pesa... Ahora descanso… Cuando esta noche, mal comido, sin

desuncirte de la carga de tu hogar, llames en vano al sueño, yo estaré durmiendo plácidamente

como ahora. Mañana, tu mujer y tu chiquillo subirán al coche; un acreedor gordo empuñará la fusta y

tú, mudo, con la boca amordazada por el freno de la necesidad, reanudarás el trote interrumpido. No

creas que me río de tu suerte. El sufrimiento me ha enseñado a ser benévolo. Esta mueca, esta

contracción de mis mandíbulas que te ha parecido una sonrisa es sólo un gesto de desprecio hacia

el cochero... ¡Qué ridículo me resulta ahora con su látigo y su gesto amenazante! ¡Por primera vez

me río del cochero!

Colega Pardo: ¡Confiesa lealmente que me envidias!

¡Qué insolencia!

Julián habría querido contestarle. El tono manso y bondadoso no disminuía el escozor de la verdad.

Por el contrario, la hacía más humillante. ¡Qué demonio! ¡Ser tratado de colega por un caballo

muerto!; pero, ¿era razonable que un corredor en propiedades se pusiera a discutir en plena calle

con los restos de un jamelgo?

Miró a su alrededor. En el compacto círculo de curiosos se destacaba una mujer, casi una niña,

envuelta en una suntuosa piel de marta. Su rostro delicado emergía del ancho cuello del abrigo, con

ese encanto, producido tal vez por el contraste de invierno y primavera, de las flores unidas a las

pieles.

Los ojos, de una fingida ingenuidad –candor de estrella cinematográfica– subrayaban una sonrisa de

Gioconda:

–¿Es Ud. el dueño del caballo?

–¿Por qué me lo pregunta, señorita?

–Porque... ¡lo mira Ud. con unos ojos tan tristes!

Por toda respuesta Julián le dirigió una mirada furibunda. ¡Era un colmo! ¿Qué le importaba a esa

mujer lo que él hiciera? ¡Dueño del caballo! ¿Le hallaba aspecto de cochero?

Con aire de profunda sorpresa, ella se volvió a su amiga –una morena regordeta que apenas

asomaba la nariz entre la boa y el sombrero.

–¡Fíjate, Graciela! Parece que el señor veterinario se ha ofendido.

–¡Tonta! –dijo la otra riendo– ¿Hasta cuándo vas a seguir haciendo disparates?

Y tomándola de un brazo la arrastró fuera del grupo.

La mirada iracunda de Julián la siguió hasta el automóvil que las esperaba al lado de la acera.

Desde la ventanilla los ojos claros se volvieron risueños como diciéndole:

–¡No haga Ud. caso! Es una broma... Sé muy bien quien es Ud…. Perdóneme.

Pero él no estaba para burlas. ¡No faltaba más! ¡Qué fuera a divertirse a costa de otro! ¡El señor

veterinario! Una mal educada simplemente; y, sin duda, presumía de señora. Todo el mundo se

creía con derecho a decirle algo. El caballo... la muchacha... y ¡cosa extraña! le desagradaba más

ser llamado veterinario por una mujer, que colega por un caballo muerto!

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