HACÍA rato que Goldenberg, tapizado en una absurda bata china, trabajaba en su escritorio, cuando
en los altos comenzó a sonar el timbre eléctrico.
Era un toque largo, nervioso, desesperado, como la sirena de un barco perdido entre la bruma.
Goldenberg se rascó la nuca con impaciencia.
–¡Ya comenzó la campanilla!
Se tranquilizó al oír los pasos de la vieja empleada que subía pesadamente la escalera.
–¿Me llamaba, misiá Anita?
–Sí, hija; sí. Dile a la Pastoriza que hasta cuándo me machaca la cabeza con su estatuita de la
Virgen. ¡Ya me tiene loca!
En el patio lleno de sol, una muchacha, morena y fresca como un cántaro de greda, regaba unos
helechos, cantando a voz en cuello:
Cuando a solas quedo a veces en mi alcoba
La pregunto a la estatuita de la Virgen.
¿Qué he hecho yo para que así tan mal me trates..
–¡Pastoriza!... Dice la señora que te calles.
La muchacha cortó en seco su canción refunfuñando:
–Ni cantar se puede en esta casa. ¡Dame paciencia, Señor!
Y continuó regando los maceteros que rodeaban la pila.
Cinco minutos después, en el balcón apareció de nuevo la vieja criada:
–Pastoriza... Dice la señora que cantes no más, si quieres.
–¿Cómo?
–Que cantes si tienes ganas...
La muchacha se alzó de hombros:
–¡Bah! ¿Nada más se le ofrecía?
Y se puso a restregar los azulejos de la pila.
* *
Estompada por la luz verdosa que filtraban las persianas del boudoir, Anita Velasco se desperezaba
con displicencia en los cojines de encaje del diván.
Acababa de bañarse, y en ese ambiente tibio e indeciso en que las cretonas de los muros
semejaban floraciones submarinas, la inmersión parecía prolongarse.
Estaba disgustada, sin embargo.
Le molestaba haber interrumpido por capricho de sus nervios el canto de la muchacha en el jardín.
¿Qué culpa tenía la otra de su cansancio de vivir? Acaso la infeliz tenía un novio...
Todas las mujeres tienen un amor... ¿Todas?
Sus labios se contrajeron en una mueca de amargura.
¡Casi todas! Lo sabía ella bien por experiencia... y, sin embargo, ¿no era joven y bonita?
Se abrió la bata, y su mirada, como un viajero fatigado, vagó a lo largo de su cuerpo juvenil.
La noche antes había leído en un libro... ¿de Loti? ¿de Benoit? –no recordaba– una descripción
monótona e interminable del Sahara, y no sabía bien por qué su cuerpo blanco y rosa de suaves
ondulaciones que iban a perderse entre las nubes de encaje y seda de la bata, le evocaba el desierto
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El Socio
RandomLos únicos seres reales son los que nunca han existido, y si el novelista es bastante vil para copiar sus personajes de la vida, por lo menos debiera fingirnos que son creaciones suyas, en vez de jactarse de la copia. OSCAR WILDE