EL niño sigue cada día peor; no come, duerme mal, tose de noche... Es preciso llevarlo a alguna
parte.
–En cuanto haya dinero disponible...
–¿Y los quince mil pesos de don Fabio?
Julián no se atrevía a confesar a su mujer que estaba especulando. En fin: como tenla utilidades, la
garantía no era necesaria. Le pediría unos tres mil pesos a cuenta al Corredor. ¿Tres mil? Era
ridículo que Davis necesitara tres mil pesos. Esperaría el día de la mala, y le pediría treinta mil. El
resto de la ganancia lo dejaría en la oficina para seguir operando, hasta hacerse millonario.
–Hoy mismo tienes el dinero, –dijo.
–¡Qué bueno para llevar al chico al campo! ¿Quieres verlo?
Acababa de dormirse. Entraron en puntillas a la pieza.
–¡Parece un pajarito!
–¡Va a volver otro! No te afanes.
La carita pálida se esfumaba entre las sábanas junto a la cabezota desvencijada de un oso de trapo,
al cual oprimía amorosamente contra el pecho.
–¡Pobrecito!
Impresionado con el recuerdo del pequeño, Julián fue a hablar con el Corredor: Davis quería que, a
cuenta de las utilidades, le entregara unos treinta mil pesos.
Gutiérrez no vaciló.
–¡Con mucho gusto! ¡Basta que lo desee el señor Davis! ¿Para cuándo necesita ese dinero?
–Para hoy, para mañana, cuanto más pronto mejor, –dijo Julián.
El Corredor sacó el reloj.
–Son más de las cuatro. Hoy está ya cerrado el Banco. Ud. tiene poder del señor Davis. ¿No? No
importa. Una carta, cuatro líneas... por la fórmula, nada más que por la fórmula, para dar a la
operación un aspecto comercial.
–Es que Davis está ausente...
–¡Bah! Entonces la misma carta en que le da la orden.
–No me ha escrito... me ha hablado por teléfono... –dijo Julián, acorralado.
–No se preocupe, ¿Dónde está ahora el señor Davis? ¿En Valparaíso?
–En Valparaíso... repitió Julián con voz opaca.
–Muy bien; que le extienda un poder, y basta y sobra, Háblele esta tarde misma por teléfono.
Julián no hallaba como salir de aquel pantano.
–¡Qué vamos a hacerle! Volveré mañana.
Gutiérrez salió con él hasta la puerta.
–Don Julián, disculpe la molestia que le impongo. No vaya a tomarlo como desconfianza. Le
conozco demasiado; pero por Ud., por mí, por el orden mismo de la oficina, conviene que Ud. traiga
ese poder. Es una práctica invariable. Mi socio me lo exige...
–¡Lo comprendo!
Julián sabía perfectamente a qué atenerse respecto a estas exigencias de los socios.
Salió indignado: ¡No faltaba más! Él había arriesgado su dinero, él había especulado; él había
estudiado los negocios; él había ganado en buena lid esos ochenta o cien mil pesos que Gutiérrez
tenía en su oficina y ahora resultaba que ese dinero era de Davis, que para entregárselo necesitaba
una autorización de Davis, que, en buenas cuentas, Davis se quedaba no sólo con el lucro de la
especulación, sino con la garantía, con todo su peculio, con el propio legado de su tío.
¡Un robo descarado! ¿Y quién era Davis? Un nombre, una quimera, un engendro de su mente.
La plata era suya, suya, y él no consentiría en ese despojo.
¡Como que se llamaba Julián Pardo, él reconquistaría ese dinero! ¡Era un salteo! Obraba en defensa
propia y no retrocedería ni ante el crimen; si era preciso asesinar a Davis...
No pudo menos de reírse.
–¡Qué ridiculez! ¿Matar a Davis?
¿Estaba loco? Davis al fin y al cabo no era nada; mejor dicho, era un seudónimo, una prolongación
de su personalidad.
¿Le pedían un poder? Perfectamente: era lo mismo que si le pidieran una autorización de Julián
Pardo para que cobrara el propio Julián Pardo, un dinero que le pertenecía. ¿No iba a efectuar un
acto justo? ¿A quién dañaba con ello? A nadie, absolutamente a nadie...
En cambio, si éI no se daba ese poder, dañaba a su hijo, dejaba en la miseria a su mujer, dilapidaba
estúpidamente su peculio y el fruto de su trabajo de dos meses y obligaba al Corredor a quedarse
con lo ajeno.
Una voz sutil e irónica comenzó a levantarse en su conciencia:
–Muy bien, Julián: eres el más perfecto tinterillo; pero así y todo vas a hacer una incorrección o algo
peor que eso, un acto vergonzoso: Vas a engañar al Notario...
Julián se sublevó. ¡Qué estupidez! De lo contrario –si no cobraba su dinero– iba a engañar al
Corredor... Vaya lo uno por lo otro. –Murmuró–. Basta de escrúpulos. ¿Por un simple formulismo no
iba a cobrar lo que era suyo?
Consultó el reloj. Aun era tiempo de llegar hasta su casa para despedirse de su mujer y tomar el tren
a Valparaíso.
Llamó un coche.
¡Tener que ir a Valparaíso por culpa del maldito socio! ¡Qué absurdo!
¿De modo que ya Davis había regresado de Bolivia?
Sintió un vago temor.
De La Paz, Davis se había venido a Valparaíso. Davis se acercaba.
No sabía por qué temía que algún día, Davis, siempre viajero, siempre inquieto, abandonara también
esa ciudad y se viniera aquí, a Santiago, a perturbarle sus negocios y su vida.
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El Socio
RandomLos únicos seres reales son los que nunca han existido, y si el novelista es bastante vil para copiar sus personajes de la vida, por lo menos debiera fingirnos que son creaciones suyas, en vez de jactarse de la copia. OSCAR WILDE