27. Mi primera amiga

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Este es un maldito bar de mala muerte al que detesto entrar. El ambiente es asqueroso, oscuro y lleno de drogadictos. Por eso, la mayoría de las noches opto por quedarme afuera, para ver si tengo una oportunidad de hablar con Ivanna, pero no he logrado encontrarla a solas y la gente con la que se junta parece ser muy problemática.

Diviso a Andrés entre la multitud que espera afuera del lugar. Lleva puesta una campera gris con capucha y está recostado contra una pared que podría apostar que está repleta de orina. Me aproximo a su lado y lo saludo con un movimiento de la cabeza. Él se alegra al verme y no lo culpo, debe querer desaparecer de aquí cuanto antes.

—Hice los arreglos necesarios —me dice—. Cuando entres, busca al costado de la barra a un gordo pelirrojo con barba. Solo basta que me nombres para que te haga entrar.

Asiento y le agradezco. Él me coloca una mano en el hombro, antes de despedirse.

—Ya estamos a mano, Bruno —aclara, levantando una ceja—. Espero que no vuelvas a molestarme con esto.

Tengo que solucionarlo esta noche, sea como sea.

Esperar en la fila me toma más de media hora, debido a la cantidad de gente amontonada. Una vez dentro, me muevo incómodo por el salón repleto. Este lugar no solo recibe más gente de la que puede contener, sino que lo tienen descuidado como si fuera una pocilga. Las paredes están agrietadas, con la pintura corrida y suciedad visible. La barra de atención, a la que me acerco siguiendo las cortas instrucciones de Andrés, es de mampostería vieja y desgastada. Por fin ubico al tipo que él mencionó, quien me lleva consigo por un pasillo bastante estrecho y escondido de la vista de los demás. Me coloca una mano en el pecho, como ordenando que me detenga, y se mueve hasta el fondo, donde se ve una puerta de madera oscura. Le da dos golpes, lo que consigue que alguien abra una pequeña compuerta a la altura del rostro, hacia la cual él se acerca y susurra algo que no logro escuchar desde donde estoy. La puerta se abre y el gordo me hace una seña para que me acerque, luego un gesto de despedida, apretándome el hombro más fuerte de lo que normalmente aceptaría. Entonces ingreso a un ambiente totalmente distinto al anterior. Es un salón que tiene al costado unas pequeñas áreas privadas, separadas entre ellas con unas cortinas oscuras. Casi no hay luz, sólo algunas de distintos colores que decoran puntos distantes en las paredes y la música se ha reducido a un nivel mucho menor que la que se escucha en el salón principal del bar.

Me da la impresión de ser un antro de esos de los que puedes salir con una puñalada en el estómago.

Camino por el lugar con cautela, intentando demostrar toda la confianza posible. La gente que se mueve por este sitio parece ser de lo peor. El que me vea con cara de novato no tardará en intentar conseguir algo.

La mayoría de las personas aquí parecen borrachas, drogadas y con cero ganas de progresar en la vida.

Una mujer que pasa a mi lado me jala del brazo de improvisto. Parece al menos diez años mayor que yo, o tal vez solo se la ve demacrada. Sus labios están pintados de rojo intenso y sus ojos muestran una mirada gatuna, envueltos en unas remarcadas ojeras y pintura que debe llevar días adornando su rostro. Su ropa deja muy poco a la imaginación y sus zapatos son tan altos que caminar debe significar un suplicio para ella. A pesar de que no parece tener mucha entereza en sí misma, su aspecto sigue siendo mucho mejor que el del común de mujeres que he visto desde que entré.

—Uno de esos camarotes es mío —me cuenta y contengo una arcada al sentir su agrio aliento chocar mi nariz de golpe—. Tengo mucha mierda para divertirnos esta noche.

Me muestra una sonrisa que busca ser coqueta y me estira hacia uno de los espacios del costado. La sigo en silencio, esperando que su acercamiento me sirva para obtener la información que necesito.

Ese último momentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora