Al poquito tiempo de regresar del viaje de esquí, a principios del año 2006, entré nuevamente
al hospital, pero en esta ocasión era para terminar la reconstrucción de mi seno. Normalmente uno
no desea operarse, pero en este caso no veía la hora de llegar a la cita.
Hasta ese momento yo seguía con un seno más alto que el otro y lo que más deseaba era volver a
tenerlos nivelados, más normales, y no solo por mi autoestima sino para sacarme de encima esa
deformidad y ese recuerdo constante de lo que acababa de vivir.
Sin embargo, los recuerdos vuelven cuando menos te los esperas. Durante el viaje de esquí, otra
pareja, Fonsi y yo decidimos ir al cine. Lo que queríamos ver era algo ligero y divertido. La idea era
evitar cualquier tipo de drama ya que habíamos tenido suficiente el año anterior. Escogimos una
película de Sarah Jessica Parker, The Family Stone, pensando que sería perfecta para no llorar sino
más bien para reír y pasarla bien. Nos sentamos en el cine oscuro, felices con la salida, y comenzó a
rodar la película. Risa por acá, sonrisa por allá y de pronto un freno inesperado. La madre de uno de
los protagonistas, sobreviviente del cáncer de seno, sufre una recaída y al final muere. ¡Ay, Diosito
mío! Terminé lagrimeando y al salir ni comentamos lo que acabábamos de ver. No era la película
indicada por obvias razones. Después de pasar por mi enfermedad, lo último que buscaba era
visualizar la posibilidad de una recaída. Ni lo podía concebir. En vez de distraerme, me sacudió,
pero así es la vida. Esta no es una enfermedad que uno pasa como una gripe y se olvida. Es algo que
llevas contigo, no solo en las cicatrices o en la falta de seno, sino en el día a día. Cuando menos te lo
esperas te encuentras con un recordatorio de lo que viviste.
Sin embargo, ya de vuelta en Miami, lo que tenía era esperanza: la esperanza de tener el seno
reconstruido, más “normal”. A esa operación le perdí el miedo porque ya había pasado por el cáncer,
por la quimioterapia, y esto ni se le medía en comparación.
El cirujano plástico que me operó me dio tanta paz, tanta tranquilidad y tanta confianza que yo
sentía que todo iba a salir bien. Me explicó que, al quitar el expansor, haría un corte (equivalente a
una especie de zanja, según lo que comprendí) para que el implante cayera en su lugar y tomara la
misma forma de mi seno sano. Y así fue. Después de esta cirugía, después de casi un año, volví a ver
mi seno como algo bonito. Finalmente había vuelto a su sitio.
Para mí, el doctor Terkonda es un ángel. Con él me someto a la operación que sea con los ojos
cerrados porque él sabe lo que está haciendo y además tiene una sensibilidad especial para tratar a
sus pacientes, sean de cáncer o de cirugías plásticas. Esto lo tuve que aprender a los golpes, viviendo
experiencias con otro médico que fue lo opuesto a esta primera experiencia tan agradable, pero por
suerte pude acudir a su ayuda. De ese desastre hablaré más adelante.
La recuperación de esta operación fue rápida aunque la secuela de esa anestesia fue más
desagradable que otras pasadas. Antes de darme el alta en el hospital, me pidieron, como de
costumbre, que comiera algo. No tenía hambre ni ganas, pero me comí una manzana. Craso error. De
la misma manera que entró esa manzanita, volvió a salir. Digamos que vomitar manzana no es
chévere.
Salvando ese rato desagradable, me recuperé súper bien. Finalmente me sentía bien. Después de
que me colocaran el implante, y si cicatrizaba bien, podría dar el siguiente paso: la reconstrucción
del pezón.
El médico me explicó que, en esta etapa, lo que haría en el centro del pecho sería abrir una suerte
de orejitas de conejo miniatura que luego entrelazaría para formar algo parecido a la punta de un
lápiz, dándole así forma al pezón. Así que entré al quirófano una vez más y todo salió bien. Durante
la recuperación de esta operación, el médico me dio algo que parecía un sombrerito miniatura; me lo
tenía que poner sobre el pezón reconstruido para que no rozara la ropa y así se curara y cicatrizara
bien. Varios meses después de recuperarme del pezón reconstruido siguió el último paso de la
reconstrucción del seno: el tatuaje de la areola. A esta cita fui sola, pensando que sería algo súper
sencillo. Nunca imaginé que dolería tanto.
Para que se pareciera más a mi seno sano, el doctor primero me dibujó el circulito siguiendo la
estampa del otro. Después me puso una inyección en cada puntito que había dibujado para adormecer
el área. Lo que no sabía era lo que dolerían y quemarían esas benditas inyecciones. Además, no te
duermen del todo, en realidad. Cuando comienzan a tatuar la areola, no duele pero sí sientes que te
están trabajando la zona. ¡Ay, ay, ay, qué mal humor, qué coraje, qué rabia, qué dolor! Y cuando esa
anestesia local desaparece, ¡ay mi madre! Qué incomodidad, picazón, dolor y molestia fuerte.
Sin embargo, esa rabia empezó a convertirse en alegría con los días porque veía que todo estaba
quedando bien. La reconstrucción de aquel seno y pezón estuvo tan bien hecha que el que no sabía
podría pensar que eran míos y que simplemente me lo habían operado, mas no quitado. Fue un trabajo
espectacular.
La reconstrucción completa de mi seno suena, quizá, más simple de lo que fue. O sea, no se puede
comparar al miedo y malestar de la primera operación y la quimioterapia que le siguió, pero desde el
momento en que me pusieron el expansor al momento en que me tatuaron el pezón, pasaron
prácticamente dos años. ¡Años! El tiempo que tarda este proceso es muy personal porque depende de
cómo tu cuerpo va cicatrizando en cada paso. No queda más que armarse de paciencia, esperar y
disfrutar mientras tanto de la vida, que te sigue dando momentos espectaculares, como lo fue para mí
el 3 de junio de 2006.
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Viviendo
De TodoVIVIENDO 'Antes de recibir mi diagnóstico, andaba por la vida sin propósito, sin una razón de ser. Lo que me ha tocado vivir me hacía falta, necesitaba vivirlo. Tenía que pasar por esas experiencias dolorosas para poder ser la mujer que soy hoy día...