Daniela
14ºCSurgido de entre los árboles, en la distancia, el grito se repitió. Durante un segundo lo tomé por un aullido, pero enseguida distingui palabras.
-¡Socorro! ¡Socorro!
Hubiera jurado que aquella era la voz de Jack Culpeper.
Pero era imposible. Me la estaba imaginando de tanto haberla oído en la cafetería, donde siempre se elevaba sobre el murmullo del gentio cuando echaba piropos a las chicas.
Con todo, eché a caminar en dirección a la voz, movida por un impulso que me hizo cruzar el patio e internarme en el bosque. La humedad y los matojos pronto atravesaron mis calcetines; descalza, me volvía más torpe. El sonido de mis pies pisando hojas caidas y maleza no me permitía oír lo demás. Me detuve y agucé el oído. La voz dejó paso a un quejido cla ramente animal, y luego vino el silencio.
La relativa seguridad del patio había quedado atrás. Me mantuve quieta durante un momento que se me hizo eterno, atenta a cualquier indicio que me revelara el origen de la voz. Sabía que no era producto de mi imaginación.
Pero solo se oía el silencio. Y, en aquel silencio, el olor del bosque se me infiltró en la piel y me trajo a la mente el recuerdo de mi loba. Agujas de pino pisoteadas, tierra mojada y leña.
Lo que estaba haciendo era una estupidez, pero ¿qué más daba? Ya estaba dentro del bosque; si iba un poco más lejos para intentar ver a mi loba, no le haría daño a nadie. Volví a la casa, me calcé y regresé al exterior, bajo el frío cielo otoñal. La brisa llegaba con un filo helado que presagiaba la venida del invierno, pero el sol aún brillaba y, bajo las ramas, el aire conservaba la memoria cálida del verano.
Alrededor, las hojas, en el esplendor de su muerte, se habían teñido de rojo y de naranja, y en las alturas los cuervos graznaban su melodía vibrante y descarnada. No me internaba tanto en el bosque desde que, con once años, había vuelto en mí para descubrirme rodeada de lobos. Sin embargo, por alguna extraña razón, no tenía miedo.
Avanzaba con cautela, salvando los arroyuelos que serpenteaban entre los matorrales. Aunque no conocía el terreno, me sentía confiada y serena. Guiándome por una especie de sexto sentido, seguí los mismos senderos que los lobos utilizaban una y otra vez.
Por supuesto, sabía que no tenía un sexto sentido. Me daba cuenta de que mis sentidos normales y corrientes daban más de sí de lo que solía advertir; al abandonarme a ellos, se ha bían vuelto más eficaces, más agudos. La brisa me traía una cantidad de información asombrosa, hasta el punto de que sabía qué animales habían pasado por allí y cuánto hacía de ello. Mis oídos percibían sonidos muy débiles que, tan solo un rato antes, me habrían pasado inadvertidos: el frufrú de las ramitas que un pájaro empleaba para construir su nido, incluso las medrosas pisadas de un ciervo situado a decenas de metros de distancia.
Me sentía como en casa.
Entonces resonó en el bosque un grito extraño, fuera de lugar. Frené en seco. El gritó volvió a sonar, esta vez más fuerte.
Rodeé un pino y descubrí de dónde procedía. Había tres lobos. Una era la loba blanca y otro era el lobo negro, el jefe de la manada. Al verla a ella, el estómago me dio un vuelco. Los dos se habían abalanzado sobre un tercer lobo, un macho joven de aspecto desastrado, con una herida medio cicatrizada en el hombro y un matiz azul en el gris del pelo. Estaba tumbado boca arriba en el suelo cubierto de hoja rasca, en actitud sumisa. Los tres se quedaron petrificados al verme. El que estaba tirado giró la cabeza para mirarme con expresión suplicante. Me dio la impresión de que el corazón se me iba a salir por la boca. Conocía aquella mirada. La recordaba del instituto; la recordaba de haberla visto en el telediario local.
-¿Jack? -susurré.
El lobo soltó un gemido lastimero. Le observé los ojos: eran de color avellana. ¿Tenían los lobos ojos de aquel color? Tal vez. Fuera como fuese, había algo raro en ellos, pero ¿qué? Mientras los examinaba, una palabra sonaba con insistencia en mi mente: «humanos, humanos, humanos».
La loba me lanzó un gruñido, empujó a su víctima para que se levantara y le dio un empellón para alejarla de mí. No me quitaba ojo de encima, como si me retara a detenerla, y algo en mi interior me dijo que debería haberlo hecho. Pero cuando sali de mi estupor y recordé la navaja que llevaba en los vaqueros, los lobos ya se habían convertido en tres borrones entre los árboles lejanos.
Ahora que no veía los ojos del lobo, no podía evitar preguntarme si la semejanza de su mirada con la de Jack se debía a imaginaciones mías. Después de todo, hacía más de dos semanas que había visto a Jack por última vez, y nunca le había prestado mucha atención. Tal vez me engañara la memoria. Además, ¿qué clase de tonterías estaba pensando? ¿Que Jack Culpeper se había transformado en un lobo?
Solté una bocanada de aire. Pues sí, eso era lo que pensaba, nada menos. No creía haberme olvidado de los ojos de Jack. Ni de su voz. Y no me había imaginado ni el grito ni el aullido desesperado que sonó después. Sabía que se trataba de Jack de la misma forma en que había sabido encontrar el camino entre los árboles.
Tenía un nudo en el estómago, una mezcla de inquietud y ex pectación: intuía que Jack no era el único secreto que guardaba el bosque.
Aquella noche subí la persiana para ver el cielo nocturno, me acosté en la cama y me dediqué a mirar por la ventana. El brillo de las estrellas parecía agujerear mi mente racional, despertando en mí una extraña añoranza. Podría haber pasado horas mirándolas, dejando que su infinito número y su lejanía despertasen una parte de mí que ignoraba durante el día.
Fuera, en las profundidades del bosque, surgió un lamento largo y penetrante al que pronto siguieron otros. Los lobos empezaban a aullar. Fueron sumándose voces, algunas graves y sombrías, otras agudas y abruptas, en un coro tan hermoso como espeluznante. Reconocí el aullido de mi loba: su tono profundo se elevaba sobre los demás como si me rogara que lo escuchase.
Notaba el corazón revuelto, partido entre el deseo de que se callaran y el de que continuaran para siempre. Me imaginé rodeada de lobos en un bosque dorado, contemplando cómo levantaban la cabeza y aullaban a un cielo salpicado de estrellas incontables. Reprimí una lágrima, sintiéndome tan tonta como triste, pero no logré conciliar el sueño hasta que hubo cesado el último de los aullidos.
Hola lector! Muchas gracias por seguir aquí y por su paciencia:(❤️
Ahora sí nos vamos de corrido con esta historia. Espero que les esté gustando tanto como a mi. Nos vemos en la próxima actualización!
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Temblor- ADAPTACIÓN CACHÉ
FanficCuando el amor te hace temblar en otoño, es mejor que el invierno no llegue nunca.