Capítulo cuatro

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María José
32 ºC

El día que estuve a punto de hablar con Daniela fue el más caluroso que recuerdo. Aunque la librería tenía aire acondicionado, el calor entraba a bocanadas por la puerta y a través de los ventanales. Yo estaba acomodada en un taburete tras el mostrador, intentando absorber hasta la última gota del verano. Con el paso de las horas, la luz del medio día fue destiñendo los libros de las estanterías hasta convertirlos en una versión pálida y brillante de sí mismos, calentando el papel y la tinta que guardaban hasta que flotó en el aire un olor a palabras no leídas.

Disfrutaba de esas cosas cuando era humana.

Mientras leía, la puerta se abrió con un tintineo y dejó entrar un soplo de calor sofocante y, con él, a tres chicas. Como se reían y bromeaban entre sí, pensé que no necesitaban mi ayuda, así que continué leyendo mientras las olía corretear a lo largo de las estanterías y hablar de cualquier cosa excepto libros.

No creo que hubiese pensando en ellas a no ser porque, con el rabillo del ojo, vi cómo una se recogía la melena, de un tono castaño oscuro, en una coleta. En sí, el gesto no tenia de particular, pero me permitió que un aroma tenue se extendiese por el aire. Reconocí ese olor. Lo supe de inmediato.

Era ella. Tenía que serlo.

Escondí la cara tras el libro y miré con disimulo hacia las chicas. Las otras dos seguían hablando y gesticulando bajo un pájaro de papel que yo había colgado del techo en la sección infantil. Ella, sin embargo, guardaba silencio; se había separado de sus compañeras y observaba los libros que la rodeaban. En ese instante, vi su rostro y reconocí algo mío en su expresión. Sus ojos saltaban de anaquel en anaquel buscando vías de escape.

Había imaginado mil versiones de aquella situación, pero, a la hora de la verdad, no supe que hacer.

Estaba allí de verdad. Era diferente cuando la veía en el patio trasero de su casa, leyendo un libro o haciendo los deberes en su cuaderno. Allá, el abismo entre nosotros parecía infranqueable; me sobraban los motivos para mantener las distancias. El cambio, en la librería estábamos muy cerca, por primera vez en el mismo mundo. Nada me impedía aproximarme a ella.

Me miró, y yo aparté la vista al instante y yo me concentré en el libro. No creí que pudiera reconocer mi cara, pero sí mis ojos. Sí, tenía que reconocerlos.

Deseé que se marchara para recuperar el aliento.
Entonces, una de sus amigas la llamó:

-¡Dani, ven y mira esto! La graduación: cómo entrar en la universidad de tus sueños. Suena genial, ¿no crees?

Ella se agachó junto a las demás para examinar los libros, y yo inhalé lenta y profundamente mientras observaba su espalda, esbelta e iluminada por el sol. Vi que se encogía de hombros levemente, Como si el interés que mostraba fuese tan sólo un gesto de cortesía, luego asintió y señaló otros libros, pero me pareció que estaba distraída. La luz que se filtraba por las ventanas le atrapaba los cabellos sueltos de la coleta y los transformaba en hebras doradas e incandescentes. Me di cuenta de que movía la cabeza hacia delante y hacia atrás de un modo apenas perceptible, al ritmo de la música ambiente.

-Oye...

Di un respingo al ver aparecer una cara frente a mí. No era Daniela sino una de sus amigas, una chica de cabello rubio y piel blanca. Llevaba una cámara enorme colgada del hombro y me miraba directamente a los ojos. No decía nada, pero era evidente lo que estaba pensando. Las reacciones a mi color de ojos varían entre las miradas furtivas y las descaradas; al menos, ella no ocultaba su estupor.

-¿Te importaría si te saco una foto?- preguntó.

Mire alrededor mientras buscaba una excusa.

-Algunos pueblos piensan que, al sacarle una foto a una persona, le arrebatas el alma. A mí me parece una forma de pensar bastante acertada, así que lo siento mucho, pero prefiero que no lo hagas- me encogí de hombros con aire de disculpa-. Puedes fotografiar la librería, si quieres.

La tercera chica se colocó junto a la de la cámara; tenía una melena de color castaño y crespa, que irradiaba tal cantidad de energía que me sentí exhausto.

-¿Haciéndote amiga de extrañas, Kim? No tenemos tiempo para eso. Venga, nos llevamos este.

Le cogí el libro de las manos y eché un vistazo fugaz en busca de Daniela.

-$19.99- anuncié.

El corazón me latía con fuerza.

-¿Por una edición de bolsillo?- protestó la chica mientras me daba un billete de veinte.- Quédate con la vuelta.

En la librería no teníamos un bote para las propinas, así que deje el sentado en el mostrador, junto a la caja registradora. Metí el libro en una bolsa y me demoré preparando el ticket con la esperanza de que Daniela viniese a ver por qué tardaba tanto, pero ella se quedó en la sección de biografías, leyendo los títulos de los lomos con la cabeza ladeada. La muchacha castaña cogió la bolsa y no sonrío a Kim y a mi. Después, ambas se reunieron con Daniela y se encaminaron hacia la puerta.
<Date la vuelta, Dani. Mírame. Estoy aquí>. Si se hubiese vuelto en aquel momento, me habría visto los ojos y me habría reconocido, sin duda.

La chica crespa y castaña abrió la puerta con un tintineo y les dedicó a sus compañeras un gesto de impaciencia: era hora de irse. Kim volvió la cabeza durante un instante y nuestras miradas se encontraron. Me daba cuenta de qué estaba observando a las chicas con descaro- a Daniela, en realidad-, pero no podía evitarlo.
Olivia frunció el ceño y puso un pie en la calle.

-Dani, vámonos ya- insistió la muchacha pecosa.

Me dolía el pecho; mi cuerpo hablaba un lenguaje que mi mente no era capaz de comprender.
Esperé.

Pero Daniela, la única persona en el mundo que deseaba conocer, se limitó a acariciar con un dedo la cubierta de un libro del mostrador de novedades, y luego salió de la librería sin advertir que yo estaba ahí, a su alcance.
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Les agradecería mucho si votaran por la historia.❤️

Temblor- ADAPTACIÓN CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora