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La película había terminado alrededor de las tres de la tarde. El cine se vació con bastante rapidez, excepto por algunas parejas que habían aprovechado la oscuridad para hacer algunas cosillas.

Diego había tratado de prestar atención a la pantalla, pero unos mensajes que le llegaban de vez en cuando no lo dejaron atender demasiado. Lo había notado, pero no me fijé a quién mensajeaba, puesto que los personajes y la noche que protagonizaban robó toda mi atención.

Aunque, si era sincera, poco me importaba.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté en cuanto salimos del cine. El día estaba nublado, así que el sol no estaba por ahí provocándonos cáncer en la piel.

Íbamos tomados de la mano, como si nos amáramos igual que antes.

—No se me ocurre nada.

Silencio. Pesadez. Incomodidad.

Cruzamos la calle y nos dirigimos a la parada del bus. Todo era tan mecánico, tan repetido y falto de significado que me abrumaba. Había un par de parejas ahí, haciéndose selfies o hablando, animados.

El teléfono de Ego vibró, así que se lo sacó del bolsillo y miró las notificaciones. Tras un par de segundos, alzó la mirada hacia mí.

—Tengo que hacer algo ahora, en cuanto llegue a casa. ¿Te importaría si...?

—No, está bien. Quedé de ir a casa de mi prima, olvidé decírtelo.

Él asintió ante mi respuesta e hicimos silencio.

Noté que ni siquiera prestó atención a mi excusa: yo no tenía primos.

***

Papá me llamó para decirme que no dormiría en casa esta noche. Quise imaginar que quería pasar la velada con alguien, o que tendría una cita, pero me dijo que eran cosas de trabajo. Me desanimé, pero yo no podía hacer nada: era su problema si no quería aceptar la muerte de mamá.

No tenía nada más que hacer. Hasta que conocí a Diego, no tenía ningún amigo, y después tampoco me preocupé por conseguirlos. Lo que sí obtuve fueron unas cuantas enemistades, chicas que querían salir con Ego y que me consideraban una amenaza para sus intereses. Al final, sus paranoias no estaban tan infundadas.

Apagué todas las luces de camino a mi habitación, sintiendo el miedo natural al estar sola en casa en la noche. La verdad es que siempre fui algo miedosa, le temía a la oscuridad y solía pedirle a papá que revisara el closet y bajo la cama antes de dormir. Quería pensar que había perdido ese miedo cuando conocí a Diego, que ese primer viaje en su moto me había sacado del cascarón de temores en el que vivía, pero eso no era cierto. Me había vuelto insensible ante el peligro, pero no había perdido el miedo: había aprendido a esconderlo dentro de mí antes de lanzarme a hacer algo, pero no lo había eliminado.

No le tenía miedo a ir a toda velocidad en una moto, ni me avergonzaba decir malas palabras en público. Eso era ser temerario.

Ser valiente era diferente, era hacer lo que tenías que hacer en el momento en que debías hacerlo. Ser valiente era arriesgarte verdaderamente. Era decir la verdad aunque pudiese perjudicarte; ser valiente no era pasar el límite de velocidad en una carretera.

Yo no estaba siendo valiente. Me estaba escondiendo de la realidad, huyéndole cuando aún podía. Estaba atada a una relación que sólo me traía buenos recuerdos, y los bebía y devoraba con la vana esperanza de que todo volviera a ser como antes. Y lo peor de todo es que no estaba haciendo nada al respecto.

Así que, esa noche, me revolví una y otra vez en la cama, pensando, hasta que llegué a una conclusión. Sólo tenía dos opciones: uno, que Diego y yo volviéramos a enamorarnos; dos, cortar el mal de raíz: dejar a Diego.

Cobardemente, elegí la primera opción.

ꜱ ᴇ ᴇ ꜱ ᴀ ᴡ #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora