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Al día siguiente, me presenté en su casa alrededor del mediodía. Llevaba una bolsa con algunas galletas de canela que había hecho en la mañana y unos refrescos que había comprado en una tienda de camino. Tenía una sonrisa enorme plasmada en el rostro y la decisión de volver a hacer que las cosas funcionaran.

Mientras esperaba a que me abriera la puerta, me recordé a mí misma que tenía que echarle ganas, que tenía que parecer que nada había ocurrido en los últimos meses. Tenía que actuar como si estuviéramos bien, como si...

Que una chica, sólo vestida con una camiseta de Diego, abriera la puerta no estaba en mis planes.

La voz se me escapó, el aire se me atoró en los pulmones y me petrifiqué.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué estaba pasando?

¿Quién era ella? ¿Qué estaba haciendo ahí?

¿Me había equivocado de casa? No, claro que no. Era imposible.

Empecé a ser consciente de cada latido de mi corazón, del sonido de la sangre en mis oídos, de su temperatura por todo mi cuerpo. Mis ojos se abrieron y de aguaron, me picaba la nariz, quería huir, irme, que desapareciera nuestro noviazgo, todo lo que había pasado.

No había forma de que esto no fuese lo que yo estaba pensando.

Un millón... No, miles de millones de cosas pasaron por mi mente. Ideas, palabras, reproches, lamentos. Pero no fui consciente de todas ellas hasta que Diego apareció, apartando a la chica.

¿Diego? ¡Diego!

—¡Dalia! —chilló—. ¡Esto no es lo que parece!

—Es exactamente lo que parece, cielito —aclaró la chica, aunque no hice caso de sus palabras. Ella tenía razón.

Sentí como si la temperatura hubiese bajado de pronto. Mi cuerpo hervía, la sangre bullía en mis venas, mis nervios estaban crispados. Diego hablaba, me suplicaba algo que no podía entender; mis oídos estaban tapados; se sentía como si me hubiesen escondido en una bola de cristal, apartada del mundo y sin poder escuchar nada.

Dejé caer la bolsa al suelo. Las galletas crujieron y se quebraron, así como ese tonto órgano en mi pecho.

¿Por qué me sentía así? ¿No se suponía que ya no quería a Diego? ¿Entonces por qué me sentía traicionada, usada, manipulada y humillada?

Él trató de decirme algo, puso las manos en mis hombros, pero lo aparté y huí. No de él, sino de lo que ocurría en mi mente.

La explosión de ideas me cegó por unos instantes.

Lo entendía, yo aún amaba a Diego. Y si no lo amaba, aún lo quería. El amor había dejado de ser arrollador, de aplastarlo todo a su paso. Se había convertido en algo en lo que tenía que trabajar y proteger, no algo que me protegía a mí.

Fue horrible tener que entenderlo de esa manera, doloroso, desgarrador. Pero catártico.

Ahora sí había salido del cascarón, había crecido en pocos segundos. Había aprendido algo valiosísimo en tan poco tiempo que me nubló el entendimiento. Todo a mi alrededor se veía diferente ahora, aunque, en realidad, nada había cambiado.

Quien había cambiado era yo.

Así que, en cuanto llegué a mi casa, cerré todas las puertas y no las abrí aunque escuché el llanto y los gritos de Diego al otro lado, suplicándome que lo escuchara.

Yo quería arreglar las cosas, pero ¿él habría querido? ¿También se habría esforzado?

No lo sabía, y ya no lo quería saber.

Diego se fue, y mis sentimientos también. Los dejé ir, y el nudo en la garganta desapareció, el peso en el pecho disminuyó y el vacío en el estómago se empequeñeció.

Y fui con una tanda de galletas de miel al trabajo de papá, y él regresó conmigo a casa cuando vio que había estado llorando durante horas. Y visitamos la tumba de mamá, y le llevamos flores.

Y pasamos por la calle de Diego, y lo vimos llorando en la acera. Y aunque quise ir, me obligué a no hacerlo porque me había decidido, porque, en realidad, sólo hubo una opción desde que nuestra felicidad se dividió. Desde el momento en que ninguno de los dos hizo nada por nuestro amor, lo único que podíamos hacer era alejarnos, separarnos.

Y eso hice. Terminé ese juego de corazones grises; me bajé del balancín de emociones, donde ya no estábamos juntos.

ꜱ ᴇ ᴇ ꜱ ᴀ ᴡ #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora