Capítulo1: La vie est belle.

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Cada vez que me miro al espejo no puedo evitar odiarme. Podría pensar que soy un ser maravilloso o simplemente podría creer que soy medianamente normal.

Pero eso es imposible. Lo único que despierta en mí ver mi reflejo cada mañana es furia, furia y lágrimas que brotan de mis ojos como si fueran un manantial interminable de dolor. Mis pestañas, completamente blancas, se pegan entre sí a causa de ese líquido salado que lo único que consigue es empañar la poca conciencia que me queda.

Me llamo Sira Windsor, y soy la definición gráfica de ser detestable.

¿Y qué más? Soy tan sumamente egoísta que me hago creer a mí misma que nadie me quiere cuando sé perfectamente que tengo personas que morirían por mí. Fantaseo con saltar por la ventana cuando sé que con ese simple impuso haría tanto daño que aun muerta me seguiría dando asco. Pese a ello no puedo evitar sentir que no existo. Ingenua yo.

Nací en el seno de la posiblemente familia más rica de Vilnuk, fortuna que cayó al vacío durante unas apacibles vacaciones en Surgan por culpa de esa condenada apuesta sin salida. Efectivamente, nuestro dinero provenía de mi padre, el jugador de póker más inteligente de todos los tiempos. Pero cuando se juega con el azar, amigo, se puede ganar o perder: la ambición, oh sí, ese maldito instinto creado por el mismo demonio que nos lleva a arriesgar todo lo que tenemos por conseguir un poco más. Lo perdimos todo. Todo.

Durante los tres años siguientes descubrí que lo más injusto que existe es la justicia, que libertad significa condena y que, hagamos lo que hagamos, todos terminamos igual.

¿Mi padre? Muerto. ¿Mi madre y mis hermanos? Viviendo conmigo en las alcantarillas de esta lúgubre ciudad, sin una simple miga de pan para comer y alegrándonos cada vez que encontramos alguna mierda de abrigo cutre en el contenedor de basura. Cinco tripas que alimentar conviviendo en las tinieblas desperdiciando la flor de su vida en un intento desesperado de conseguir sustento. ¿Y para qué? Para que lo único que mi padre nos dejó nos desprestigie de tal manera que, cada vez que lo pronunciemos, sólo provoque risas y humillaciones: nuestro apellido.

En resumen: vamos a morir todos y yo... Y yo no puedo hacer nada para evitarlo.

Pasar del lujo a la miseria en unos segundos: pasar de nueve hermanos a tres que no han sabido aguantar. Freddy, el más pequeño de todos nosotros, cada vez que llega "a casa" me dice:

— Sira, en el colegio han vuelto a pegarme...

— ¿Por qué? — pregunto.

— La profesora ha leído mi nombre y me ha echado de clase... luego a la salida unos niños se han reído de mí...

Me quedo con un nudo en la garganta, incapaz de contestar.

— Creo que es porque me llamo de una manera rara... ¿y si me cambio el nombre dejarán de burlarse? — dice casi con euforia.

Me arrodillo, le aparto un blanco mechón de la frente dejando un negro moratón al descubierto y le abrazo.

¿Lo peor? Que no podemos cambiar nuestro apellido, con el que cargamos como burros. Si lo hiciésemos seguirían reconociéndonos, ¿por qué? Somos albinos, las personitas más blancas de la Tierra. La nieve parece una camisa sucia si la comparo con mi mano... y qué decir del color de mi pelo. A veces juraría que brilla con luz propia. Si tuviera algo de dinero me lo cortaría, me llega ya por la mitad de la espalda. En cuanto pille algunas tijeras en la basura me voy a pegar semejante tajo que podré hacerle un jersey a Freddy con lo que saque.

Pero no es el color de piel y de pelo lo único que nos hace destacar: tenemos los ojos rojos. De hecho no se nos distingue la pupila, tenemos por iris simplemente una bola carmín con vísceras que parece la nariz de un payaso. Me gustaría tener lentillas para protegerme del Sol. Es verlo y me arde la cabeza. Es salir en manga corta en verano y sentir lo que sentían los langostinos a la plancha que hacía mi abuela todos los domingos cuando era pequeña. Los odiaba. Ahora daría cualquier cosa por degustar otra vez esas gambas quemadas.

Y aquí me encuentro, esperando la felicidad que sólo llegará con el Apocalipsis. Fuera preocupaciones, fuera torturas. Pura tranquilidad.

Me aparto de Freddy, me ha dejado sin palabras.

— Anda peque, ve a hacer los deberes — digo al final.

Se va corriendo inocentemente como si no hubiera pasado nada. Yo camino hacia el túnel izquierdo, donde suelo dormir y pasar las tardes. Las velas se están consumiendo y no les queda mucho para apagarse, vamos a tener que conseguir más. No, no sé cómo lo vamos a hacer. De todas formas, la oscuridad no me importa mucho. La luz me suele molestar. Es lo que tiene ser un monstruo paliducho.

Llego a "mi cuarto". Consiste en un colchón con una manta medio desgarrada, una silla del Ikea sin respaldo, un escritorio que conseguí rescatar de mi antigua casa y Bichín. Bichín es una rata de alcantarilla, mi mejor amiga. Es realmente limpia, cada día a las cinco de la tarde se pone a gruñir y hasta que no salgo a la calle y la froto bien con jabón de pastilla robado debajo del chorro de una fuente no se calla. La gente me mira raro por bañar a una rata pero, como es imaginable, me importa poco.

Estoy orgullosa de haberla criado, ahora mide más o menos treinta centímetros. Tiene el pelaje muy suave y es muy cariñosa. Cuando me enfado se me sube al zapato e intenta meterse por dentro de mis pantalones, cosa que nunca consigue porque está muy gorda.

Me siento en el colchón y la acaricio, se me ha subido a las piernas. Pronto me pongo melancólica, como siempre. Intento animarme pensando en soluciones para sacar a mi familia de este callejón sin salida, pero no se me ocurre nada coherente. Soy una inútil. Luego empiezo a pensar en estrategias de suicidio, pero en seguida me siento culpable y termino lamentando lo cobarde que soy.

Dejo a mi amiga en el suelo y me levanto para gritarme al espejo. Me tiro de los pelos, lloro... lo de siempre, vamos. Mis hermanos no pueden oírme, su "habitación" está muy lejos. Me gusta tratar a nuestra alcantarilla como "casa", me hace sentir un poco mejor... Creo.

Vaya, Bichín está gruñendo.

Deben ser las cinco. Cojo al animalito, me escurro un poco las lágrimas, agarro la pastilla de jabón y el cubo que tengo encima de la mesa y salgo.

Cuando vuelvo a poner la tapa de la alcantarilla miro a mi alrededor. Está todo blanco, aunque no más blanco que yo. Atravieso el estrecho callejón y termino en la calle peatonal de los pijos. Arrancaría la cabeza a esas señoras gordas con abrigo de piel de zorro que miran mal a mi Bichín. Como si el engendro de su perro fuera mejor que mi ratita...

Más o menos por la mitad de esta calle hay una fuente. Pronto me doy cuenta de que voy tan sólo con una camiseta y sin bufanda pero no tengo frío. Vivir en la alcantarilla me ha inmunizado contra los cambios de temperatura, siempre está como un glaciar.

Llego a la fuente y me pongo a lavar a Bichín. Dos viejas obesas mal maquilladas y con los labios más rojos que mi ojo me miran como si no hubieran visto nunca a una chica bañando a su rata. Llevan viéndome ya tres años, por Dios... Deberían haberse acostumbrado ya...

— ¡Psst! — una voz sale de detrás de un árbol. Distingo una silueta de un señor bajito y con gorra, aunque mi vista es lo que vulgarmente se dice "un mojón" por lo que no me fío mucho...

Entrecierro los ojos e intento verle mejor mientras Bichín se remueve feliz debajo del agua.

— ¡Psssst! Sí, tú, ven aquí — qué voz más repelente. Parece un gato ahogándose.

Saco a Bichín de la fuente, se terminó la hora del baño. El desconocido sigue llamándome...

¿Debería ir?


Blanco letal Donde viven las historias. Descúbrelo ahora