1.Pereza

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La bruja empezó a recitar una retahíla de palabras vacía de contenido para mí.

Sumus tastki nosteraudes...

Esbocé la sonrisa más socarrona que pude articular. Detestaba cuando las brujas se ponían en plan místico.

―¿En serio, Saura? ¿No tienes otra cosa mejor que hacer? No puedes tocar mi cuerpo, está sellado como para que las que son como tú me dejen tranquilo. Rania lo hizo bien.

Tenía los ojos cerrados, pero al decir eso los abrió. Eran verdes, y con el inicio del hechizo habían adquirido el típico brillo de la magia de las brujas, por lo que ahora el esmerilado color era más brillante.

Debería decir que su imagen era lo peor que habían visto mis ojos, puesto que las brujas y los vampiros llevábamos eones enfrentados. Pero entonces sería un mentiroso; una cualidad que no poseo, porque Derek Tiberis nunca miente. Es una norma que tengo.

Saura, aquella joven bruja descendiente del mismísimo clan Tudelo, era guapa como una diosa. Además de portar dos esmeraldas por ojos, su piel blanca e inmaculada le podía hacer sombra a la porcelana china. No era muy alta, pero su figura menuda tenía curvas suficientes para hacer que un vampiro como yo quisiera probarla, y no solo para darle mordisquitos y beberme su sangre. Y ese pelo rojo fuego... era exquisito. Saura era un caramelito, la tentación de un niño. La tentación de un adicto al azúcar o... a la sangre.

―Puede que no pueda romper tu estúpido cuerpo, vampiro ―escupió seria, pero luego en su rostro se manifestó una sonrisa perversa con un punto de satisfacción―. Pero no es eso lo que quiero. Me interesa más tu mente. Tu atormentada mente ―añadió de forma más siniestra.

Eso me hizo reír.

―No puedes hacer eso, mi cuerpo está a prueba de balas mágicas, da igual que...

―Eso es lo que tú piensas ―me interrumpió―. Pediste a Rania un cuerpo inmortal protegido por toda la eternidad. Pero nadie dijo nada de tus pensamientos, de la energía que fluye dentro de esa cabeza tuya llena de rizos rubios.

La risa se cortó en el acto.

―No puede ser... Tú no puedes... ―Tragué saliva―. No puedes modificar mi mente, bruja. 

Ahora fue ella la que rio.

―Tampoco quiero hacer eso, idiota. Cambiarás por ti mismo. Ya te dije que encontraría la manera de hacer que tu castigo fuera eterno ―sentenció.

Sus ojos brillaron de nuevo, volvió a decir algo más que no comprendí y de sus manos manó algo así como un hilo verde, que ella enrolló en el aire antes de desaparecer.

―Te acordarás de mí cada vez que quieras hacer daño, te lo puedo asegurar.

Dicho esto, Saura se marchó. Se fue sin más porque sabía que yo no la atacaría. Y me habría encantado saber que ese respeto se mantendría en ambos lados, pero bien sabía yo que si no era ahora, más adelante me daría caza. De hecho, no entendía bien por qué en este instante no  lanzaba ráfagas de magia.

Quizás se hubiera dado cuenta de que no funcionaban conmigo...

Saura no me había encontrado al azar. 

No es que hubiera dejado un chorro de víctimas tras de mí. No quería matar a nadie, eso era cosa del pasado. Los vampiros modernos disfrutábamos de la ciudad de Nueva York tanto como los humanos. Vivíamos con ellos en armonía. Pero la comida era la comida. Y yo me había emborrachado con la sangre de una humana, y aunque había utilizado mis poderes hipnóticos para que olvidara nuestro encuentro, no lo había conseguido. Un craso error por mi parte no haberme asegurado, porque Saura la había encontrado, y desde entonces era un grano en el culo. 

El clan de Saura no me buscaba por asesino, me buscaba por vampiro. Su único objetivo era librar al mundo de criaturas impías. No era justo, ya que no matábamos. Sin embargo... algunos cometían errores.

Mi cuerpo había sido protegido por Rania, una bruja de su clan, y ningún Tudelo entendió nunca por qué. Nunca lo sabrían.

***

Hacía un par de días que no comía, con lo cual, debía de alimentarme de nuevo. Por ahora no había recibido noticias de Saura. Tal vez aquel despliegue de poderes y palabrería había sido solo un farol.

Me quedé mirando a Isis, la guapa secretaria de un abogado de renombre. Llevaba tiempo oliéndola a distancia. Y su sangre era tan... tentadora. Dirigí mis pasos hacia ella, dispuesto a seducirla y meterla en el primer callejón que encontrara. 

Me hice el encontradizo, chocándome con ella.

―Disculpa. ―Esbocé mi mejor sonrisa.

―Perdona, no te he visto...

En cuanto me miró obré mi magia sobre ella y la hipnoticé. Me siguió como un cachorrito al callejón contiguo del edificio. Perfecto, era de noche y con la oscuridad del lugar sabía que nadie me vería succionarle la sangre.

Ella se apoyó sobre la pared, yo saqué los colmillos y... me di cuenta de que no tenía muchas ganas de sangre, la verdad. Se me había ido el apetito de repente.

―¿Qué pasa, Derek?, ¿ya no tienes hambre?, ¿te da... pereza comer? ―inquirió una voz jocosa a mi lado.

Era Saura. Allí estaba con aquella sonrisita suya.

―Lárgate ―le dijo a la chica. Chasqueó los dedos y la secretaria se fue.

―¿Qué me has hecho, bruja? ―exclamé enfadado.

―Ya te dije que te acordarías de mí cada vez que fueras a hacer daño a alguien.

―¡No quiero hacerle daño! Solo quiero... ―me callé.

No, no quería beber sangre. ¿Cómo era posible? Llevaba dos días sin probar gota.

―No vas a volver a probar la sangre humana nunca más. A partir de ahora no tendrás ganas de nada. Te secarás por deshidratación y acabarás por convertirte en la momia que deberías haber sido desde hace mucho tiempo.

No, aquello no podía ser.

―Mientes ―dije con los ojos abiertos de par en par.

Ahora no sonreía, me miraba con esos ojos hechos para el deleite.

―Nunca he estado más segura de algo.


Los 7 pecados capitalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora