7. Lujuria y tristeza

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Mi mente acababa de sufrir un cataclismo.

―Saura, ¡no me hagas esto! ―La cogí antes de que cayera al suelo. Me puse de rodillas sosteniendo su cuerpo, del que no paraba de brotar sangre―.  ¡No te perdono! Tenías que haberme clavado ese maldito puñal.

―Yo te hice esto..., yo tenía que arreglarlo... ―Su voz sonaba débil.

―¡No! ―le grité llorando.

¿Quién había mordido a quién? No podía estar seguro. Cuando un vampiro mordía a alguien, ambos experimentaban placer. Y eso era exactamente lo que había ocurrido, de modo que, si la había mordido, no me había dado cuenta, y lo mismo habría sucedido por su parte. Nunca había transformado a nadie, pero deseaba que ella hubiera bebido de mi sangre, por poco que fuera, para tener una oportunidad de... recuperarla. Era su única oportunidad, porque ahora no podía hacer nada, la sangre vampírica solo funcionaba cuando la persona que la tomaba estaba bien, no... muriendo.

Saura alzó una mano hacia mí; la cogí al vuelo y la besé.

―¡No te atrevas a dejarme!

No sabía si era yo quien hablaba, el dolor o los estúpidos pecados que sacudían mi interior. Había intentado mantener a raya las emociones que el hechizo desataba en mí, pero era imposible, algo se había roto en mi corazón y una tristeza indescriptible se había adueñado de todo mi ser. 

Los ojos de Saura se encontraban abiertos, vacíos. Si soltaba su mano, esta caería como un peso muerto, porque Saura... ya no estaba con nosotros.

Proferí un grito agónico. Una onda expansiva salió de mi cuerpo y la mazmorra tembló. Con la energía, los brujos salieron disparados hacia la pared.

Pronto, nuevos sentimientos pugnaron por salir: la rabia y el dolor. Quizás la pereza me impidiera comer, pero no matar para vengarla.

Los miré a todos, invadido por la ira, la soberbia y todo lo que aquel desastre de hechizo estaba causando en mí, pero, sobre todo, con unas ganas irrefrenables de infringirles una milésima parte del dolor que yo sentía.

Pasé la lengua por mis colmillos. Una nota de temor cruzó por los rostros atónitos de mis carceleros.

Eso me satisfizo. Hacían bien en temerme, porque iba a acabar con todos. No deberían haberla obligado a elegir entre uno de nosotros. Si me lo hubieran dicho, yo mismo habría terminado con mi vida.

―Tudelo, siempre habéis sido un quebradero de cabeza. Si seguís vivos era por la generosidad de Rania, pero ahora ella no está aquí. Y Saura... Os mataré por lo que le habéis hecho.

Cogí la empuñadura del cuchillo, quemaba entre mis dedos, y la saqué de Saura. Luego deposité su cuerpo con sumo cuidado en el suelo.

Me acerqué a la puerta protegida con magia e hinqué la punta del cuchillo en la cerradura. El brujo tenía razón: era la única arma que podía traspasar las barreras sobrenaturales. Con un simple rasguño, la energía mágica se evaporó. Pude coger el cierre y romperlo con mis propias manos.

Los brujos gritaron, aterrorizados, y se arrojaron en estampida hacia la puerta. 

Los seguí. Al salir de la oscura mazmorra, mis ojos se entrecerraron por la luz. Estábamos en una especie de campo. No lo reconocía, pero no debía de estar lejos de Nueva York. 

Vislumbré al jefe del clan; intentaba huir a través de los escasos árboles. De un salto me planté delante de él. El hombre trastabilló y cayó hacia atrás.

―Tú serás el primero ―espeté, cuchillo ardiente en mano.

Una descarga eléctrica me atacó por la izquierda; eran la hermana y la madre de Saura.

―Tú ―miré a Melinda con odio―, si tan solo hubieras escuchado a Saura... Tú la has condenado.

Los ojos de Melinda pronto se llenaron de lágrimas.

―Tienes razón ―declaró.

Su madre levantó una mano para protegerla de mí, que avanzaba hacia ellas. De un momento a otro ambos atacaríamos.

―Derek ―dijo una voz a mi espalda.

Estupefacto, viré mi cuerpo hacia atrás. Apenas podía creerlo.

―Saura...

Sonreía como una diosa sacada de las pinturas italianas. Se encontraba más pálida que antes, pero a la vez tenía un aspecto más vigoroso; los labios eran del color de las cerezas, muy sugerentes; y esos ojos verdes... refulgían con vida propia. Y... el vestido seguía manchado de sangre, lo cual no impidió que me excitara con su belleza.

De repente, el pantalón me apretaba demasiado por la zona de la entrepierna. 

―No es posible... ―dijo el jefe del clan.

―Lo es. ―Saura se acercó a mí y me cogió la mano―: Soy la heredera Tudelo, los espíritus lo decidieron así, ya es hora de que se me tenga en cuenta. He sobrevivido, aunque transformada en vampiro, pero sigo siendo yo. Gracias a mi muerte, he roto con un hechizo que nunca debí hacer. A partir de ahora las cosas cambiarán. No perseguiremos a los vampiros como Derek, solo daremos caza a quien no cumpla las normas, aunque sean brujos. Seremos justos. No me importa lo que penséis al respecto; ahora mismo soy la bruja más poderosa de los Tudelo, todas las decisiones importantes del clan serán consultadas conmigo.

El jefe asintió. También lo hicieron los demás, incluida su madre y su hermana, que ahora la observaban con veneración.

Estreché a Saura entre mis brazos.

―Bebiste de mí.

Ella sonrió y mi miembro se quejó de nuevo. Dios, cómo la deseaba.

―A tu pesar ―contestó juguetona.

―Todavía percibo la energía de los pecados, o quizás sean mis propios sentimientos, no sé.

Saura rio.

―La lujuria también me ha alcanzado. Aunque el hechizo esté roto imagino que tardará unos días en desvanecerse. ―Sus ojos brillaron llenos de lascivia a la vez que me mostraba sus nuevos colmillos―. Tal vez pudiéramos aprovechar el tirón y dejarnos llevar por todas estas emociones que claman por salir de nuestro interior.

―Tus deseos son órdenes, brujita. ―La besé con ansias.

Sin dar explicaciones, nos marchamos volando de allí, directos a mi apartamento. Ya habría tiempo para reorganizar nuestra nueva y mejorada sociedad de vampiros y brujos. 

Los 7 pecados capitalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora