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Lo recuerdo todo muy bien. Era primavera del 68. Tenía solo 19 años cuando decidí reivindicar mis años de libertad y emprender hacia lo que yo creía que era el mundo real: Lo más lejos posible de la casa de mis padres. Quería vivir, perderme en el mundo para encontrarme conmigo misma.

Estaba caminando en un concurrido boulevard en París. Era la ruta más larga, pero prefería demorarme un cuarto de hora extra en llegar a mi destino. Evitaba a toda costa pasar por les Champs-Élysées. Le tenía miedo a los autos. Era una chica del campo y cuando llegué a París por primera vez, casi me atropella un Cadillac al estar contemplando el Arco de Triunfo.

Era poco más de las 4pm e iba camino a Le Palais de Bohème, una pequeña cinemática a la que asistía regularmente. La descubrí por casualidad, era mi primera semana en la ciudad. Estaba lloviendo a cántaros y no sabía cómo regresar al sucio hotel donde me hospedaba; así que me refugié en el primer local que encontré. Estaban proyectando "La Venus rubia" (1932). Cuando crucé la puerta y contemplé a aquel grupo de jóvenes cinéfilos fumando en las butacas, con la vista fija en la despampanante Marlene Dietrich, supe que ese era mi lugar.

Cuando llegué a la cinemática ya había pasado media hora. Sin embargo, el escenario que encontré no era el habitual. Las míticas protestas espontáneas de mayo del 68 se habían apoderado del callejón frente mi pequeño refugio. Las aceras estaban invadidas por jóvenes, mayormente estudiantes, que inconformes buscaban acabar con la "sociedad de consumo" y el "totalitarismo".

Yo era completamente pacifista y sabía que las manifestaciones siempre acarreaban violencia, así que, como pude, me abrí paso entre la multitud y entré a la sala de cine. Estaba vacía casi en su totalidad, excepto por un joven de cabello castaño que fumaba tranquilamente en la última fila, con sus piernas apoyadas en la butaca de en frente. Lo conocía de rostro, no se perdía ni una función y a diferencia de mí, era popular en Le Palais de Bohème. Era la primera vez que lo veía solo.

Me senté a contemplar la pantalla en blanco. No sabía con exactitud por qué decidí quedarme, ya que era bastante obvio que no iban a proyectar nada. No obstante, en contraste con la aglomeración de afuera, en la cinemática había paz y tranquilidad. Pasaron unos 10 minutos cuando el silencio fue interrumpido por una voz grave y aterciopelada.

—Vienes mucho por aquí, ¿cierto?—. Preguntó el joven, moviéndose a una butaca más cercana a la mía.—Pero nunca hablas con nadie, nos preguntábamos por qué—. Me observó con suspicacia. Nunca antes lo había visto de cerca, sus ojos verdes y su semblante impecable me deslumbraron al instante.

—La verdad no conozco a nadie—. Respondí sin poder disimular mi timidez.

—No eres de por aquí, ¿cierto?

—¿Se nota mucho?

El chico soltó una risa y me observó, con sorna.

—¿Cómo te llamas?

—Vivianne Cheminade—. Respondí, intentando imitar su mirada desafiante.—¿Qué hay de ti?

—¿Qué nombre me está poniendo tu mente en este momento?

—¿Perdona?

—Antes de saber tu nombre, para mí tú eras la fille de petit ville¹. Su apodo me molestó. Tal vez porque me avergonzaba de ser pueblerina. Mi sueño era ser una chica de ciudad, moderna, vanguardista y sofisticada.

—En ese caso, tú eres fumador pretencioso—. No fue la respuesta más ingeniosa, pero fue lo mejor que se me ocurrió. El joven soltó una sonora carcajada. Su expresión divertida me resultaba irritante y atractiva a la vez.

—¿Crees que logren algo?—. Preguntó, pensativo.

—¿A qué te refieres?

—Los manifestantes—. El chico se levantó del asiento y se acercó a la puerta. Yo caminé tímidamente detrás de él.

—No, cuando no hacen más que contradecir su ideología con sus acciones—. Ambos nos acercamos al marco de la puerta, mientras un grupo de jóvenes lanzaban rocas hacia las ventanas de una panadería. — Es muy fácil decir "libros, no armas", cuando en realidad no son "libros". En sus manos tienen un único libro rojo. Es otra forma de totalitarismo.

El chico me sonrió y me dio una palmada en el hombro.

—Nunca pensé escuchar a alguien más decir algo así. Cuando discuto acerca del tema siempre tengo que lidiar con unos diez chicos enojados—. Murmuró muy cerca de mi oído. —Nadie piensa por si mismo, todos repiten las mismas consignas, todos son secundarios.

Estaba a punto de añadir algo cuando la multitud comenzó a correr, soltando gritos histéricos.

—¿Qué ocurre?—. Pregunté, con la voz temblorosa. Nunca había visto algo así en mi pequeño pueblo.

—Policías—. Musitó, alarmado. —Vámonos, antes de que nos arresten. No te separes de mí—. El chico no me dio oportunidad de reaccionar. Tomó fuertemente mi mano y salimos corriendo con la multitud.

Estaba aterrorizada. Mi mente hippie y pacifista no podía soportar la idea de ser perseguida por más de una docena de policías armados. Si miraba hacia atrás podía ver a los manifestantes más desafortunados ser esposados violentamente. Me aferré a la mano del chico y aceleramos el paso.

Estaba anocheciendo cuando logramos desviarnos de la multitud. El boulevard estaba casi vacío y las luces de la ciudad ya empezaban a pintar el agua del Sena de varios colores. Podía sentir mi corazón latir, no sabía si era porque acababa de huir de la policía o por la repentina cercanía con mi nuevo amigo. Sin darme cuenta aún seguía sujetando su mano. De inmediato lo solté y aparté la vista, avergonzada.

—Mierda, Vivianne, casi me dejas sin mano.

—Lo siento—. Murmuré, incómoda.

—¿De dónde vienes?

—Vivo con mis padres en Ariège, tenemos un viñedo—. Respondí, sin ganas. Mi mayor aspiración era ser parisina. Estaba harta de ser la fille de petit ville.

—¿Sabes sobre vinos?

—Para ser honesta, sé mucho más sobre cine—. Dije, riendo.

El chico me miró con diversión y salió corriendo hacia una pequeña plaza. Yo lo seguí, curiosa.

—Adivina la película—. Me dijo, mientras se subía a una banca.

—De acuerdo.

Si ese avión despega y no estás con él lo lamentarás. Tal vez no ahora. Tal vez ni hoy ni mañana. Pero más tarde. Toda la vida...— Comenzó a recitar con gestos exagerados. Al instante me emocioné. No solo conocía esa película, "Casablanca" (1942) era una de mis favoritas.

—¿Nuestro amor no importa?—. Continué el diálogo, entre risas.

—Siempre tendremos París—. Exclamó, saltando de la banca.

Caminamos y hablamos sin parar. De cine, de política, de lo mala que es la comida inglesa y de todas las razones por las que el rock and roll en francés sonaría como la mierda. Nunca había conocido a alguien tan parecido a mí y a la vez tan diferente. Por primera vez me sentí como la chica moderna y citadina que soñaba con ser. No quería que esa noche acabara jamás, sin embargo acabó.

—Gracias por acompañarme. Me despedí, frente la puerta de mi horrible hotel. Estaba a punto de marcharse, cuando recordé que no sabía su nombre.—Antes de que te vayas, ¿cómo te llamas?—. Pregunté.

—Jules Gardiennet, pero suena mucho mejor "fumador pretencioso"—. Dijo, con sorna.

—Adiós, fumador pretencioso.

—Descansa, fille de petit ville.

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fille de petit ville: pueblerina

El diario de los soñadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora