III

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Abrí cuidadosamente la puerta de la habitación y caminé de puntillas a la lavandería del departamento de Jules, con la intención de buscar mi vestido y mi ropa interior. Era una situación fácil de malinterpretar, desperté vestida con la camiseta de un chico, casi desnuda y sin haber dormido mucho la noche anterior, sin embargo, Jules y yo no nos habíamos acercado más de medio metro.

El Sol asomaba tímidamente rayos dorados a través de la pequeña ventana sobre la lavadora. Saqué mi ropa de la secadora, me aseguré de que no hubiese nadie cerca y me vestí ahí mismo.

Revisé el reloj de la cocina, eran las 6:35 de la mañana. Me acerqué al salón y para mi sorpresa, Jules estaba despierto, tendido en el sofá, con el torso desnudo y un pantalón de pijama a cuadros. Un libro reposaba en su pecho y fumaba con expresión pensativa.

Sonrió cuando advirtió mi presencia y lanzó el cigarrillo dentro del agua de un florero, cuyas rosas habían muerto hacía tiempo.

—Pensé que los citadinos despertaban tarde—. Murmuré tímidamente.

—Lo hacemos, pero mi madre se fue con mi hermana hace una hora y no pude volver a dormir—. Caminamos hacia la cocina. Sacó una baguette de la alacena y puso una cafetera italiana en la oxidada estufa. —Dormir está sobrevalorado, es mejor soñar despierto.

Jules sirvió el café en dos tazas de porcelana y le añadió un terrón de azúcar a cada una.

—Brindo por los idiotas que sueñan, por aquellos que se creen capaces de cambiar el mundo de un pensamiento, por los fumadores pretenciosos y las pueblerinas que pretenden ser sofisticadas.—. Murmuró, chocando su taza con la mía.

—¿Quién dijo que no soy sofisticada?

—Finge hasta que lo logres—. Me guiñó un ojo y yo le lancé una mirada fulminante.

El resto de la mañana la pasamos fumando en silencio en el salón; ocasionalmente sobreanalizando temas frívolos. En ese momento aprendí que las mejores personas son aquellas en las que los silencios no se tornan incómodos.

A las 12 del mediodía salimos a la cinemática, Jules me había dicho que quería presentarme a sus amigos. Caminábamos por la acera, cuando instintivamente me dirigí al boulevard, mi ruta habitual hacia Le palace de bohème.

—¿A dónde vas?

—Bueno, yo siempre acostumbro a ir por el boulevard Saint-Michel.

—¿Prefieres caminar en una acera común y corriente en vez de pasar junto al arco de triunfo? Es lo más fille de petit ville que he visto.

—No me gustan los autos—. Murmuré entre dientes.

—¿Perdona?

—Me da miedo cruzar la calle, Jules—. Soltó una carcajada y pellizcó mi mejilla con ternura.

—Eres adorable, Vivianne, eres tan malditamente adorable. Pero no pienso tardarme más en llegar—. Lo miré con súplica. —Bien, no tendrás que cruzar la calle—. Suspiré aliviada y Jules me miró con picardía.

—¿Por qué me miras así?

—¿Ves esa banca de ahí?—Señaló con la cabeza. —Súbete.

—¿Qué?

—Te llevaré a cuestas.

—De ninguna manera.

—Necesitas superar tu miedo, Vivianne, te está limitando a ti misma. Nunca dejes que nada le ponga fronteras a tu libertad, ni siquiera tus propios temores—. Lo que más admiraba de Jules, era su exquisito don con las palabras. Siempre sabía decir lo correcto, en el momento adecuado.

El diario de los soñadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora