Un día abrí la puerta de mi casa y encontré a alguien tras ella, era un hombre: alto, blanco, delgado; escondido tras un ramo de rosas blancas y negras.
-¿Hola?- Destapó su rostro: tú. Me pregunté durante varios segundos el por qué de tu visita. Tragaste de manera ruidosa saliva. Me miraste, miraste las rosas y miraste tus manos.
-Son para ti- Dijiste no muy convencido, me gustabas demasiado como para darme cuenta de eso en el momento. Las acepté gustosa.
-¿Con que diferente, eh?
-Único, digo yo.
Sin decir una palabra y sin invitarte entraste a casa, te sentaste en el sillón más alejado de mi presencia. Tu cabeza puesta en dirección a la entrada o las escaleras esperando a algo o alguien, hasta aquella noche comprendí por qué...