17.- El Ojo de la tormenta

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Salieron del Cielo y enfilaron las aerocicletas rumbo a babor. Avanzaban bajo la cobertura gris acerada que en esas regiones hacía las veces de cielo. Esas nubes les habían salvado la vida al sobrevolar el campo de girasoles. Ahora ya sólo resultaban simplemente deprimentes.

Luis apretó tres botones de su panel de mandos para fijar el rumbo a la altitud que llevaban entonces. Tuvo que poner gran atención en cada uno de sus gestos, entorpecidos por la mano derecha, prácticamente insensibilizada a causa de los medicamentos y la película protectora, y las pequeñas ampollas blancas que se le habían formado en la punta de cada dedo de la otra mano. Sin embargo, no pudo dejar de pensar que podría haber sido aún mucho peor. 

Interlocutor apareció en la pantalla.

- Luis, ¿no será mejor volar por encima de las nubes?

- Podríamos perdernos algún detalle interesante. Desde allí arriba no se ve el suelo.

- Ahora tenemos mapas.

- Pero no nos indicarán la presencia de un campo de girasoles, ¿no crees?

- Tienes razón - reconoció Interlocutor en el acto. Y cortó.

Mientras Luis se las entendía con el sacerdote afeitado, ahí abajo, Interlocutor y Teela habían aprovechado el tiempo en la sala de cartografía del Cielo. Habían trazado mapas topográficos de la ruta que deberían seguir hasta el muro exterior, y también habían señalado las ciudades, que aparecían como brillantes manchas amarillas en la pantalla amplificadora.

Luego, algo se había opuesto a que hiciesen uso de una frecuencia reservada. ¿Reservada por quién, para qué, desde cuándo? ¿Por qué no había manifestado su disconformidad hasta entonces? Luis tenía la sospecha de que debía de tratarse de una máquina abandonaba, como el vigía de meteoritos que derribó el «Embustero». Tal vez ésta sólo funcionaba de modo intermitente.

Y el disco traductor de Interlocutor se había puesto al rojo vivo y se le había quedado adherido a la palma de la mano. Tardaría varios días en recuperar el uso de esa mano, pese a las milagrosas medicinas «militares» kzinti. Sería preciso cierto tiempo para que se regenerasen los músculos.

Las cosas cambiaban bastante ahora que tenían los mapas. El renacimiento de la civilización, caso de existir, debía de haberse iniciado casi con certeza en las grandes metrópolis. La flotilla podría sobrevolar esas zonas e intentar detectar seriales de luz o de humo.

La luz de llamada de Nessus se había encendido sobre el panel, tal vez llevara ya horas allí encendida. Luis respondió a la llamada.

La pantalla le mostró la desordenada crin del titerote y la suave piel de su lomo que subía y bajaba rítmicamente al compás de su respiración. Por un momento, se preguntó si Nessus habría vuelto a caer en estado catatónico. Entonces, éste levantó una cabeza triangular y canturreó:

- ¡Gusto de saludarte, Luis! ¿Cómo va todo?

- Encontramos un edificio flotante - explicó Luis -. Con una sala de mapas.

Le contó al titerote todo lo referente al castillo llamado Cielo, la sala de cartografía, la pantalla, los mapas y los globos, el sacerdote y sus leyendas y su modelo del universo. Llevaba un buen rato respondiendo a las preguntas del titerote, cuando se le ocurrió hacerle una a su vez.

- Ahora que me acuerdo, ¿te funciona el disco traductor?

- No, Luis. Hace un rato, el instrumento se puso al rojo vivo ante mis propios ojos. Me dio un susto de muerte. De haberme atrevido, habría caído en estado catatónico; pero no podía correr ese riesgo sin estar mejor informado.

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