I
La música cubana y la nostalgia por aquella isla eran una constante en la casa de la abuela Soledad, quien había recalado en La Habana cuando, junto con sus padres, hizo el viaje de Cádiz a Veracruz para establecerse definitivamente en México. Siendo una niña, casi adolescente, cuando hizo el viaje, la abuela tenía un recuerdo especialmente feliz de su breve estancia habanera. Decía que era una ciudad imponente y recordaba con nostalgia la comida, la música y el habla de las gentes que conociera en las dos noches que ahí había pasado y que habían movido profundamente su conciencia infantil y sus recuerdos.
La abuela Sole le había dicho varias veces, de manera casual, a Abraham que soñaba con regresar a esa isla cálida y ruidosa, por más que la gente se empeñara en recordarle que aquel paraíso perdido de su infancia ya no era tan monumental como lo recordaba. Que la humedad, la desidia y la pobreza habían acabado con muchos de los edificios colosales, las calles imponentes y las costumbres insólitas que ella recordaba. Había visto fotos y programas de televisión que le confirmaban que esos rumores eran ciertos. Pero era su paraíso personal y quería volver a él al menos una vez antes de morir.
Soledad había batallado toda su vida adulta contra la tentación etílica, desde que una vez, siendo una madre joven y desesperada con niños pequeños, había probado las mieles de la bebida y había gozado de la sensación eufórica que el alcohol le provocaba. Para ella, la bebida era una forma de olvidar y de ser feliz, al menos por un rato, y eso era necesario de vez en cuando, especialmente desde que una de sus hijas había muerto prematuramente. Y esa relación tormentosa, de amor y odio, con el alcohol se las había heredado, de cierta forma, a la difunta madre de Abraham y a él mismo.
Esa tarde, Soledad había preparado hígado encebollado, platillo que Abraham aborrecía cuando era niño, pero que con el paso del tiempo había terminado por gustarle bastante. Después de comer, y del correspondiente postre, Soledad le invitó un vaso de ron con Coca-Cola a Abraham. Se sentaron juntos en el patio y ambos encendieron un cigarro. Otra mala costumbre heredada de la abuela Soledad, que fumaba Benson & Hedges gold, esos cigarros largos y de cajetilla dorada que también la madre de Abraham solía comprar y cuyo olor formaba parte de muchos de los recuerdos que tenía de ella.
Después de que murió su madre, Abraham tuvo que idealizarla por un tiempo para poder sobrellevar el dolor. Hablaba de ella como si hubiera sido una madre perfecta, una mujer perfecta... Con el tiempo, dejó de hacerlo y ahora se sentía capaz de ser objetivo: su madre nunca hubiera ganado un premio a la mujer más maternal, pero lo quería y, a su modo, había procurado que tuviera una vida feliz. Y él, por supuesto, también la quería y la extrañaba cada día, aunque a veces le daba la impresión de que también, cada día, pensaba un poco menos en ella. Y le daba cierta paz reconocer que, al menos, su madre siempre se había sentido orgullosa de él. Y es que los problemas de Abraham habían comenzado después de su muerte. Porque cuando era un niño, y luego un adolescente, Abraham era un buen estudiante, un chiquillo obediente que no daba problemas, ni siquiera para los estándares de su madre, que era la persona con menos paciencia que él había conocido.
Algo que le molestaba de su mamá era lo mucho que había sufrido cuando Mauricio los abandonó. Mauricio había sido su segundo matrimonio y, al igual que años atrás lo había hecho el padre de Abraham (según contaban, porque él no tenía ningún recuerdo suyo), un día simplemente se fue sin despedirse. Su madre no volvió a mencionarlo, pero Abraham fue viendo cómo ella se iba sumiendo en una espiral de tristeza, dejadez y apatía de la que nunca terminó de salir.
Sentado ahí, junto a su abuela, pensó de nuevo en lo mucho que la quería e incluso pensó en contarle aquello que no se había atrevido a decirle ni siquiera a Patricia ni a Nuria, a pesar de la ayuda que sus amigas le habían prestado para que se hiciera con la memoria en la que se encontraban las fotografías de la computadora de Emiliano. Pero lo que había encontrado ahí lo había dejado tan confuso y temeroso y era tan privado, tan personal, que no se había atrevido a decírselo a nadie. Porque, además, el descubrimiento de las fotos lo había dejado más confundido que antes. Pensaba que, probablemente, esas imágenes tenían algo que ver con que Emiliano hubiera muerto y sabía que, eventualmente, le tendría que contar a alguien lo que había encontrado para que no le fuera a explotar la angustia en el pecho, solo necesitaba tiempo para procesarlo.
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La oscura raíz del grito
Mistério / SuspenseEl cadáver de Emiliano, de 19 años, aparece en un río y su novio, Abraham, parece ser el único interesado en descubrir qué pasó con él. No tiene pruebas, pero está convencido de que lo asesinaron. Su única pista es una libreta en la que Emiliano, po...