Relato 5: El Chico Cenicero

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«Adiós a las llagas abiertas. Adiós»

Placebo – This Picture

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El Chico Cenicero

No fue algo que nació de la noche a la mañana. Salomón sabía que tenía ya un buen tiempo obsesionado con Javier.

En su niñez se vio rodeado por la violencia de sus padres; su mamá peleaba constantemente con su papá por culpa del alcohol. Ella odiaba que él llegara borracho. Se habían casado tan jóvenes que al final no habían encajado como la pieza de puzle que pensaban que eran. Con los años llegaron los reproches, el llanto y los gritos.

Muchas veces, Salomón tuvo que esconderse debajo de la cama cuando la violencia era tan intensa que se arrojaban lo que fuera; botellas, platos, jarrones... El sonido de algo romperse se volvió cotidiano. Entonces un día, su madre ya no estuvo con él. La justicia consideró apropiado dejarlo al cuidado de su padre por razones que años más tarde le explicaron:

Su madre había engañado a su padre con otra mujer.

Ahora que era más grande comprendía que el maltrato domestico había llevado a su madre a no creer en el amor de hombre. Porque el amor de hombre hacia daño. Ella había optado por refugiarse en los brazos de una mujer que comprendiera su soledad. Y su padre, atiborrado en su odio, se propuso hacerle daño con lo único que ella quería, haciendo todo lo posible para quitarle la custodia y dejarla a ella sin nada. Porque no estaba bien que dos mujeres se dieran amor y criaran a un infante que crecería trastornado por ese ambiente.

Era una tontería, por supuesto. Salomón creía que el ambiente que pudiera darle su madre era mejor, pero la ley estuvo a favor de su padre. Y fue él quien se encargó de su crianza.

Al principio no fue tan malo, aun era un niño que necesitaba ser cuidado y su padre lo hizo lo mejor que pudo; le preparaba el desayuno aun cuando los huevos revueltos quedasen con sobras de cascaras. Lo llevaba al jardín de niños y esperaba a que se tranquilizara. Lo inscribió en natación para que aprendiera a nadar y así no se ahogara cuando fuesen a la playa. Intentaba darle amor a su tosca manera.

Pero comenzó a cambiar conforme pasaba el tiempo, el rencor que sentía hacia su madre por haberlo engañado con una mujer hería su ego de macho, lo consumía su despechó. Si antes bebía ahora se alcoholizaba con grandes dosis. Lloraba y maldecía. En alguna ocasión tomó todos los retratos de ella, los tiró en el patio trasero y le prendió fuego. Se rió, lloró, y volvió a reír.

Y nada volvió a ser como antes.

Su padre se volvió cada vez más violento y bebía más. Los fines de semana desaparecía y Salomón no lo veía hasta que llegaba el lunes, siempre apestando a licor y a sexo sucio. En más de una ocasión, Salomón tuvo que hacer uso de su fuerza infantil para ayudarlo a bañarse. Al menos no reemplazaba a su madre con nadie. Las mujeres iban y venían pero ninguna se quedaba a pesar de que era evidente que necesitaba una mamá.

Pero Salomón solo quería a su madre, y si no era ella entonces no quería a nadie. No necesitaba una madrasta que amargara sus días.

Cuando cumplió once años, su padre decidió que no solo quería acostarse con mujeres así que se pasó al lado contrario, en parte para vengarse de su madre y pagarle con la misma moneda, y en parte porque sentía curiosidad. Descubrió que le gustaba mucho el sexo masculino. Salomón no entendía nada de eso. Guardaba silencio, hacia su tarea y se iba a dormir con los gemidos de los chicos como fondo, como una canción de cuna muy mal entonada.

Nadie dijo nada porque no había nada que decir.

Ninguno de sus vecinos llamó a seguros sociales y no podía ir con su madre porque ni siquiera sabía dónde estaba. Parecía que ella lo había abandonado.

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⏰ Última actualización: Sep 15, 2021 ⏰

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