PRÓLOGO - El niño de una sola ala

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Levanta la mirada del cuaderno

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Levanta la mirada del cuaderno. Yo le miro, con miedo y sin saber qué demonios hice mal para que él se vaya.

Como si se tratara de un sexto sentido, sabiéndolo como si alguien se lo susurrara al oído, sintiéndolo tan de golpe como si alguien le acabara de dar un puñetazo en el estómago.

Cierra los ojos y los aprieta, su boca forzada en una línea tensa, y yo ya sé que ellos están cerca.

Me mira, no necesita decir nada: yo ya estoy de pie, preparado para correr en cuanto me lo diga.

Lo que más miedo me da es que, esta vez, él no correrá junto a mí. Estaré solo, como cuando ellos mataron a mis padres hace siete años y tuve que escapar por mi cuenta.

Me da el cuaderno, y yo lo aprieto contra mi pecho, aterrorizado, pero sabiendo perfectamente cuál es mi misión.

Se oyen voces distantes, las de ellos sin duda, y él asiente con la cabeza, mirándome como si me pidiera perdón, lo que solo hace que me sienta peor. Es él el que está en peligro por mi culpa.

Ignoro mis pensamientos y dudas, le ignoro a él, ignoro esas voces, y simplemente echo a correr en dirección contraria a ellos, tan silenciosa y visiblemente como una sombra en la oscuridad.

No miro atrás en ningún momento, pero sé que más tarde no me arrepentiré, porque ya me empiezo a olvidar de su rostro.

Y nadie quiere recordar a un cadáver.

Son las cuatro de la mañana. Han pasado aproximadamente seis horas desde que empecé a correr, y solo ahora me detengo: he llegado a la ciudad.

Luchando por respirar con normalidad de nuevo, camino por las calles desiertas, aunque de vez en cuando veo a alguna persona tambaleándose hasta su casa, o a algún coche parado frente a un semáforo en rojo pese a no haber peatones.

Me siento más perdido que nunca. Él me dio instrucciones sobre a dónde ir, pero en medio de la noche no sé distinguir el nombre de las calles ni los números de las casas. Hace frío, la luna es invisible tras nubes negras y no hay viento.

No me quiero dejar llevar por el pánico, así que trato de tranquilizarme y sigo caminando. A algún lugar llegaré.

Entonces, veo un supermercado iluminado.

Está abierto.

Entro, llamando la atención de una sola dependienta.

--¡Hola! –Digo, intentando sonar alegre. –Perdona, ¿pero sabrías decirme dónde está la biblioteca más próxima?

Ella me mira con una ceja alzada, probablemente preguntándose qué demonios hace un niño a las cuatro de la madrugada preguntando por una biblioteca.

Me mira de arriba abajo.

--¿Cuántos años tienes?

--Once –respondo, jugando con la parte baja de mi camiseta.

--¿Y tus padres? –Me pregunta, y veo que se gira para mirarme de frente. Oh, venga ya.

--Me esperan en la biblioteca. –Respondo, y rápidamente añado: -larga historia.

Me mira escéptica, pero me responde de todas formas:

--Sigue todo recto, y en la rotonda ve por la calle de la derecha. Camina un poco más y debería de estar al lado de una tienda de helados.

--¡Muchas gracias! –Digo. Ella va a añadir algo más, pero yo ya he salido del supermercado antes de que lo haga.

Corro por la calle hasta llegar a la rotonda que me ha mencionado, y giro a la derecha tal y como ha dicho.

Encuentro una tienda de helados, y avanzo sin precaución, contento de poder llegar por fin a donde él me dijo que fuera.

La última vez que estuve en la ciudad tenía cuatro años, y ya no recuerdo cómo eran las bibliotecas, así que entro en el edificio que hay frente a mí sin saber si es o no el correcto.

Pero la dependienta no me ha indicado el camino a una biblioteca. Seguramente no sabía qué hacer al verme solo de noche, y me mandó a otro lugar.

Y ahí estoy yo, atontado y con sueño, mirando a un policía sorprendido y preguntándome por qué no hay libros.

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