Capítulo 2

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AITANA

Hacía tres años que no iba a mi pueblo y hubiese sido un motivo de alegría si la situación fuese distinta. Solo volvíamos porque mi abuela había muerto. Desde la gran discusión de hacía tres Navidades no habíamos tenido contacto con ella ni con mis tíos y en ese instante había una gran carrera por ser los primeros en llegar a la casa.

—Alfredo, acelera que al final llegarán mis hermanos antes.

—Casi estamos —respondió mi padre haciendo un giro—. ¿Era por aquí?

—Pregúntale al GPS.

—Lo tienes tú en la mano.

—Te lo enseño. Mira. Esto es lo que dice.

—¿No aprenderás nunca a entenderlo?

—No conduzco, ¿por qué debería?

—Sí, es por aquí —interrumpí para que no entrasen en el clásico bucle de quién debería saber interpretar el GPS. Ni que hubiese que hacer un máster para seguir un mapa.

—¿Te acuerdas? —Mi madre me miró con curiosidad.

—Claro.

—¡Ahí está! —gritó mi padre.

—Abro yo la verja —me ofrecí para evitar una discusión sobre quién debía ser el responsable de tal tarea.

La valla se quejó mientras la abría y mil recuerdos de la infancia me asaltaron. Yo corriendo con mi primo por los jardines. Bajando al río. En el columpio que mi abuela montó. Las grandes comidas entre todos. Los regalos. Mi abuela poniéndome el pelo tras la oreja y diciéndome lo grande que estaba cada vez que me veía.

Una bocina de coche me sobresaltó. No era el coche de mis padres, era el de mis tíos. Estaban haciendo cola detrás de nosotros. Pude ver a mi madre maldecir y a mi padre tranquilizarla. Pasaron los dos coches. Mis tíos no me miraron. Mi primo Nathan sí. Intercambiamos un pequeño gesto con la cabeza. Todo muy incómodo.

Cerré la valla y seguí a los coches hasta encontrarme con un tercero. Mi tío Julián habían llegado el primero.

—¡Mierda! —escuché con claridad a mi madre.

—Tranquila, Candy —dijo mi padre—. Recuerda: clase.

Mi madre bajó del coche con la sonrisa más falsa que pudo poner y se dirigió a sus hermanos. Cualquiera podría haber adivinado que lo eran, estaban cortados por el mismo patrón. Misma constitución delgada, mismo pelo castaño con bonitas ondulaciones naturales, que tuve la suerte de heredar. Ojos verdes como una laguna en verano. Ahí mi genética se confundió un poco, entre los ojos marrones de mi padre y los claros de mi madre, me tocó un híbrido extraño que no tiraba ni para un color ni para el otro.

Empezaron a discutir de inmediato.

—Bien rápido que habéis llegado —dijo el hermano mayor de mi madre, Roberto.

—Vosotros también. ¿Qué os creéis, que porque vengáis antes os va a tocar más herencia? —replicó el mediano, Julián.

—Por favor, queridos, ¿podríamos tener la fiesta en paz? Mamá hubiese querido que nos pusiésemos de acuerdo —intervino mi madre.

—¿Ahora te importa lo que ella quería?! —gritó Julián fuera de sí—. ¡No quisiste cuidarla!

—¡Ni vosotros tampoco! —El breve intento de mi madre por controlarse se fue al traste—. ¿Qué pasa, que por ser la pequeña y mujer me tocaba a mí cuidarla?

Malditos veraneantes [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora