Capítulo 23

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Aitana

El dolor y emoción que había visto en sus ojos habían hecho que quisiera abrazarlo, pero no me atreví más que a tocar su rostro. Lo que no esperaba era que él me cogiese de la cintura, me pegase a su cuerpo y me besase, sin más preámbulos. Superada la sorpresa, le agarré por el cuello y me puse de puntillas para profundizar el beso. Nuestras lenguas se entrelazaron y jadeé cuando metió su mano bajo mi (su) camiseta. Recorrió mi espalda con su mano que era grande y ardía, como todo él.

Le mordí el labio inferior y lo abracé con necesidad con la mano buena, casi colgándome de él. Víctor me sostuvo y tiró de mí, abandonó mi boca y dejó una ristra de besos por mi cuello. Jamás había deseado tanto a alguien.

El sonido de una puerta abrirse me trajo al presente. Estaba en una residencia de ancianos dándome el lote muy fuerte.

—Víctor. —No me hizo caso y siguió besándome en la clavícula—. Víctor, tu padre.

Eso le hizo reaccionar. Me soltó y miró confuso a su alrededor, como si también hubiese olvidado dónde nos encontrábamos o como si acabase de despertar.

—Por mí no os cortéis —dijo el señor Rafael.

—Voy a por el parchís —dijo Víctor y salió como una exhalación de la habitación.

Avergonzada, me entretuve colocando la habitación como estaba antes de mi baile. Víctor regresó en tiempo récord y puso el juego en la mesa.

—Me pido el verde.

—Yo el amarillo —dijo Rafael—. Dicen que es el color de la mala suerte, al menos para los que salen a un escenario. A mí siempre me va genial, así que no os enfadéis cuando os gane.

—Yo soy una estupenda perdedora —dije. Algo que no era cierto, pero que ese día iba a serlo.

Estuvimos un rato con su padre, que contaba de forma caótica. Aprovechábamos la mínima distracción para ir avanzando sus fichas. Se puso muy contento cuando ganó. Le dejamos puesta la televisión y nos despedimos de él. Víctor dio el parte en enfermería y nos marchamos. Anduvimos por las calles del pueblo, llenas de gente que me sobraban. Yo solo quería repetir lo que había sucedido, si es que me atrevía. Me di cuenta de que Víctor me estaba acompañando a casa, sin haber intercambiado palabra. Subimos por la cuesta hacia la zona de las villas. Cuando ya no nos cruzábamos con nadie, Víctor rompió el silencio.

—¿Sabes? De todos los bailes que me enseñó mi madre, nunca ballet. Era algo muy íntimo, de ella.

—Lo entiendo —asentí—. Es como dice tu padre, otra forma de hablar.

Volvimos al silencio. Mi corazón latía a toda prisa, pensando en cómo nos íbamos a despedir. Nos imaginaba junto a la valla, mirándonos con vergüenza, indecisos de si el otro querría repetir. Esperaba que me lo pusiese fácil y me cogiese de la cintura con el mismo ímpetu que lo había hecho en la residencia. Vaya sitio para un primer beso. Pero no me arrepentía de nada. Había sido perfecto.

Tomamos el camino que llevaba a la casa de mi abuela. Vi la valla donde me había imaginado besándonos. Ya nos habían quitado el puesto. Había dos personas necesitándose. Mucho. Uno era mi primo. El otro el amigo pelirrojo de Víctor, Iván. «¡¿Pero qué...?!», aluciné para mis adentros.

Víctor me frenó, me cogió de la mano y me metió en el bosque. Nos escondimos tras un árbol. Lo miré con intriga.

—¿Tú sabías esto? —le pregunté.

—No, aunque no me sorprende del todo.

—¿Y Jimena? —pensé en mi amiga y el intercambio de fluidos que había tenido con Iván.

Malditos veraneantes [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora