III

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Su rostro se transformó en una mueca de incredulidad, pero en ese momento yo entendí, ella habitaba ahora el espejo

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Su rostro se transformó en una mueca de incredulidad, pero en ese momento yo entendí, ella habitaba ahora el espejo. Pero ahí estaba, no hacía falta decir adiós, podía ver de nuevo a mi hermana.

Cuando lo entendió, jugamos toda la noche, hicimos caras, bromeamos, y cuando los primeros rayos del sol comenzaron a asomar, unímos nuestras manos en el cristal del espejo, hasta vernos nuevamente.

Mi padre me descubrió dormido en la alfombra de la sala, mientras me cargaba de nuevo a mi habitación, pude ver que una leve sonrisa se dejaba ver en su pétreo rostro.

Desperté en la tarde, comí rápida y gustosamente la avena que tanto odiaba, con fin de volar a la sala para ver a mi  hermana. Pero cuando llegué frente al espejo, no estaba ahí.

No lograba entender, horas antes había estado allí, y ahora ya no estaba, ¿habría sido un sueño, un cruel azar de Morfeo? Sea como fuere, mi hermana no estaba allí.

Nuevamente mis ánimos habían sido mermados por el desatino de mi suerte. Mi padre me encontró llorando bajo el abedul de la casa, inquirió en qué me sucedía, pero al ver sus brillantes ojos azules, me fue imposible decirle que había visto a mi hermana en el espejo. Tumbaría su progreso emocional de un solo golpe.

En sus ojos noté la ausencia latente de su amada hija y el afecto hacia mí, entonces mentí, y como un coloso caído y debilitado, creyó mi mentira.

Nos dirigimos dentro de la mano, cenamos sin mencionar nada al respecto; y tras terminar, me dirigí a mi recámara.

En mis ensoñaciones escuché el inconfundible sonido del rechinar del cristal, me encontré envuelto en una nube miasmática y oscura. El sonido del espejo parecía acercarse hacia mí, y cuando comenzó a reverberar en mis oídos, una luz enceguecedora se hizo presente.

Cerré mis ojos doloridos, y cuando me dispuse a abrirlos, me encontré en una sala antigua, amueblada finamente con armarios antiguos de madera negra. Frente a mí se erigía un gran espejo de madera oscurecida, y dentro de él, podía reconocer claramente la sala de mi casa.

La imágen me turbó en sobremedida, di un par de pasos hacia atrás y caí a causa de un obstáculo que no logré percibir. Entonces me encontré tumbado en el piso de piedra alfombrado, y ante mí se encontraba una alta mujer, rubia, de ojos enverdecidos y piel blanca como la nieve, lucía un vestido de encajes blanco y una tiara que parecía estar hecho de cristal. En su regazo descansaba mi pequeña hermana, que mientras dormía era peinada por la señora rubia.

Esta me miraba fijamente con ojos piadosos, y mientras deslizaba el peine por el pelo de mi hermana, con la otra mano me hacía una seña de silencio.

Me acerqué en silencio hacia la silla bordada en terciopelo donde descansaba la mujer.

— Silencio pequeño, ella duerme ahora. —Dijo con voz cristalina.

La melodía de su voz parecía acariciar mis oídos, transmitía calma y nostalgia.

— Ella me fue arrebatada una y mil veces en el pasado, pero ahora descansa a mi lado, por fin. No temas pequeño, conmigo ya no sufrirá; se encuentra ya lejos del caos y la locura del mundo de los hombres.

Sus palabras me confundieron, pero no me atreví a replicar, estaba encandilado por la mirada de la mujer. La imagen de esa dama con mi hermana en su regazo me transmitía nostalgia y euforia.

Mi vista comenzó a nublarse, y la somnolencia se apropió de mi ser; cuando abrí los ojos, me encontraba postrado en mi cama. Bajé corriendo hacia la sala, y en el gran espejo logré ver a mi hermana nuevamente. Jugamos toda la noche, bajo la atenta mirada de la dama rubia que observaba a la distancia. La mañana me encontró nuevamente desvelado.

Durante semanas, cada noche fui a su encuentro. Mis padres parecían sospechar de mis hábitos nocturnos, pero mi ánimo reverdecido parecía excusar mi comportamiento.

Una noche invernal, mi madre me halló despierto en la sala, estaba a punto de regañarme cuando su vista se dirigió incrédula hacia el espejo, entonces su semblante se transformó en una alegoría de horror al ver a su hija dentro del espejo, y a su lado a la mujer rubia.

Su grito se hizo eco en la casa, mi padre se precipitó hacia la sala y nos arrastró a ambos fuera de ella, mientras yo trataba infructuosamente de aferrarme al espejo.

Intenté excusarme con mis padres, mi madre no atendía razones, mientras mi padre observaba dubitativo. En un momento, mi padre rompió su silencio, y con voz firme nos ordenó dirigirnos a la habitación de mi hermana. Abrió el armario, y en él permanecía colgado el vestido verde de mi hermana.

— Pensaba tirarlo, pero al observarlo detalladamente, noté que desde que se marchó, este vestido no ha envejecido un solo día. —Dijo señalando el vestido.

Mi madre miraba incrédula a mi padre, mientras yo observaba sin decir una palabra.

— ¿No lo entiendes, Ruth? Ella sigue aquí, no se ha ido. ¿Entiendes? Nuestra pequeña sigue con nosotros.

Mi madre, visiblemente alterada, le propinó un golpe a mi padre que le dejó de rodillas en el suelo.

— Eres tú quien no entiende Christoph, nuestra hija murió, no volverá jamás, sólo queda nuestro pequeño hijo, y lo encontré jugando con sepa Dios qué cosa en el espejo. Tengo miedo Chris, mucho miedo, pero no permitiré que nuestro hijo juegue con demonios frente al espejo.

— No está muerto lo que yace eternamente, ella sigue aquí, y no pienso dejarla ir, no otra vez. —Replicó mi padre.

— Entonces así será, Chris, has elegido tu camino, pero tendrás que transitarlo sólo.

Esa misma noche mi madre hizo las maletas y me arrastró fuera de la casa, lejos de mi padre y mi hermana. Pasarían veinte años antes de que pudiese volver a esta casa, mi madre había fallecido de tuberculosis, y mi padre había respirado su último aliento en el asilo de Easter en condiciones inciertas meses antes de que volviera a la ciudad.

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