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El lugar donde se escondía era oscuro, pero aun así no se movió. Su tía le había ordenado que permaneciera lo más quieta posible, y que abstuviera de hacer el más mínimo movimiento. En su mente, era una especie de juego que se traían entre las dos. Así era más fácil. Pensó que era como el escondite, quizá.

Puede que un poco más peligroso.

Desde dentro de la cesta, podía oír el violento rumor de las olas estallando contra el barco, que sacudían el navío de lado a lado, de manera agitada. Cada movimiento era más fuerte que el anterior, y el antes relajado murmullo de los marineros del piso de arriba se empezaba a asemejar a un grito colectivo.

Suspiró. El viaje a Nueva York estaba siendo más largo de lo esperado. Ya llevaba ocho días escondida, valiéndose de barritas energéticas y de latas de agua con gas para sobrevivir.

Lo único que era capaz de hacer era esperar a su tía. Le prometió regresar. Rara vez incumplía esa promesa, así que si no volvía, era señal de que algo andaba mal. Y eso tal vez la forzara a salir de su escondrijo.

Rezó para que no fuera así.

— ¿Emma? —oyó una voz. Se hundió más en la cesta. Se suponía que nadie podía entrar en la sala de calderas.

Los pasos cada vez se acercaban más a ella.

—Emma, sé que estás aquí —parecía una voz masculina, de un hombre de entre veinte y treinta años.

Los pasos se fueron aproximando más y más a ella, sin dar a la pequeña mucho tiempo para reaccionar. Cerró los ojos con fuerza, pero no sirvió de nada.

El dueño de la voz asomó su cabeza en la cesta, y sonrió.

— ¡Te encontré! —su cara se frunció en una mueca al ver que niña a la que acababa de alcanzar no era la persona que buscaba—. No eres Emma.

—No —respondió. No se movió.

— No puedes estar aquí.

Se hundió aún más entre la ropa sucia de la cesta.

—Tú tampoco. Vete.

El chico sonrió. Ella se fijó en que era mucho más joven de lo que su voz indicaba, o por lo menos era más aguada que antes. Tendría unos catorce o quince años, como máximo.

— Aquí no estás a salvo. El barco está a punto de hundirse.

Se encogió de hombros.

—Me gusta nadar.

Empezó a buscar su arma con cuidado. Estaba en el fondo de la cesta, debajo de un montón de ropa. Iba a ser difícil encontrarla sin que se diera cuenta.

—¡No digas tonterías! Sal de allí. De paso, me ayudas a buscar a Emma —le ofreció su mano.

La niña endureció el gesto ante su insistencia.

—No, gracias.

El chaval se movió nervioso. El barco se balanceaba con cada vez más fuerza.

—Venga, Maeve —murmuró.

La interpelada abrió los ojos de golpe. Sabía su nombre. Si algo había aprendido durante su vida, era que jamás se podía confiar en un desconocido que supiera quién era. Alcanzó su espada, y, sin salir de la cesta, se la clavó en un ojo.

El chico agonizó de dolor, y fue entonces cuando Maeve supo con certeza que estaba ante un monstruo; su espada no atravesaba a humanos.

— ¡Qué agresiva! —se quejó. Su voz era cada vez más aguda, más femenina. Se tapó su cuenca, ahora vacía, con la palma de la mano—. Y qué cobarde. ¿Crees que es pelea justa, si no sales de la cesta? Eres una tramposa.

 iliad──𝐩𝐞𝐫𝐜𝐲 𝐣𝐚𝐜𝐤𝐬𝐨𝐧 𝐚𝐮 (reconstruyendo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora