CAPÍTULO 15

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Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia:

"He soñado que...", y se detuvo porque no podía explicarlo. Era excesivamente complicado. No solo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados con él que habían surgido en su mente segundos después de despertarse.

Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de este era la cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias. El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.

- ¿Sabes? -dijo Winston-; hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.

- ¿Por qué la asesinaste? -le preguntó Julia medio dormida.

-No, no la asesiné. Físicamente, no.

En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo más, doce.

Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.

Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó en ella un súbito cambio. Parecía haber pedido por completo los ánimos. Era evidente –incluso para un niño como Winston- que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo lo necesario –guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo-, todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco. De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.

Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo, recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.

1984Donde viven las historias. Descúbrelo ahora