CAPÍTULO II

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— ¡Estamos jodidos! —

Mi rutina se ciñe a reglas irrefutables de no tocar la cama durante mis horas de estudio. Siempre quise saberlo todo y me esfuerzo cada vez más cuando mi hermana espeta que no sirvo para nada.

Los ancianos que nos adoptaron, Anna y Billy, no eran muy amables. Si bien les sobraba dinero por todas partes, a veces olvidaban recordar que había niños en casa.

Contaban con una enfermera que a veces hacía de empleada y niñera, Márgaret, una latinoamericana de 35 años. Era pequeña y su color de piel era en un tono tigreño. Fue una de las pocas personas que me agradaron en esa casa.

A veces sentía lástima por ella, el tiempo y su delgado cuerpo no la detenían a seguir haciendo las diversas cosas que hacía por los ancianos e incluso por nosotros, me caía bien.

Muchas de las veces le pregunté por qué se esforzaba tanto, en realidad me preocupaba por ella, a lo que Márgaret, contestaba reiteradas veces que necesitaba dinero. Incluso llegué a pensar que lo decía más para convencerse a sí misma y no desfallecer.

Cuando Billy murió, divisé en el rostro de Márgaret un atisbo de felicidad que no se molestó en ocultar.

Billy era un anciano, pálido, alto, delgado, tenía un estilo agraciado y.... viejo. En una de sus orejas no podía faltar el bolígrafo que, a mi parecer, nunca usó. Sufría de una severa insuficiencia renal, lo que pedía urgentemente un riñón y esperarlo por tiempo prolongando provocó su muerte. A Anna, su esposa, ni siquiera la inmutó.

Márgaret, al yo ser un niño de 13 años, me explicó que, Anna a veces se perdía en sí misma y no tenía una percepción clara de la realidad, así que nunca supe bien si alguna vez se enteró de la muerte de Billy.

A mí en ese momento no me pesó esa muerte en específico, llegué a pensar que todas las personas a mi alrededor terminaban por morirse, era algo así como una maldición. Luego Bell, me explicó que no era mi culpa, sino parte de la vida, sin embargo, una parte de mi yo de 13 años no estaba muy convencido, después de todo la única persona en el mundo que me quedaba era Bell y ciertamente me aterraba la idea de que algún día ella también se fuera...

Para siempre.

Anna, como todas las veces nos llenaba de lujos y todavía hubiera pensado que todo era color de rosa, de no ser porque lo empecé a sentir como si de una mandrágora siendo desenterrada se tratase, en este caso los lujos era la tierra.

Desde que llegamos a esa enorme mansión, bastó solo dos días de instalación para que al siguiente nos pusieran en una escuela privada, recuerdo que nadie quería hablarnos, o al menos hablarme. A Bell se le facilitaba ser sociable, supongo que yo siempre tendría ese color gris que me caracterizaba a pesar de estar enfundado en telas de cientos de euros.

Así pasamos durante 6 meses, recuerdo vagamente que me metí en alguna que otra pelea con niños que me llamaban huérfano, hasta que Anna se cansó de que siempre le llamaran de la escuela solo para avisarle de que quizás en la próxima me expulsaban, lo que llevó a tomar la decisión de sacarnos del colegio y tener profesores en casa.

Privándole a Bell las pocas relaciones sociales que había establecido, lo cual fue un factor más que retribuyó su enojo hacia a mí.

Y como dije, la relación que en su momento derrochaba apoyo e inocencia, cada vez fue haciéndose más borrosa.

Bell creció y para cuando yo tenía 14 años, ella 18. Empezó a relacionarse con personas que la llevaron al mundo del alcohol, sacaban la parte más hormonal – adolescente que Bell, en su momento no pudo disfrutar, pues tenía que lidiar con un niño padeciendo una pequeña dependencia emocional hacia ella bueno, un poquito mucho.

NO TIENES TODO EL TIEMPO DEL MUNDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora