Capítulo 2

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—No te emociones tanto —dice con una sonrisita.

—Ramiro... —tartamudeo. A ver cómo se lo digo—. No soy la clase de chico que...

Y ahí lo dejo.

—¿Qué folla en la primera cita? —acaba por mí.

—Exacto. —La crudeza de esa afirmación me da escalofríos—. No quiero que pienses...

—Lo sé. Por supuesto, ni se me ocurriría —repone—. No lo pienso.

—Vale —digo, aliviado—. Si he coqueteado contigo ha sido porque pensaba que una vez que aterrizásemos, no nos volveríamos a ver.

—Vale. —Sonríe como si algo le hiciese gracia.

—No es que no me gustes. Porque si fuese esa clase de chico, estaría como loco por ti. Follaríamos como...

Me callo mientras trato de dar con un símil.

—¿Conejos? —propone él.

—Exacto.

Levanta las manos.

—Entiendo; solo ha sido algo platónico.

Sonrío de oreja a oreja.

—Me alegro de que lo entiendas.





Siete horas después

Me estampa contra la pared mientras se esfuerza por subirme la camisa y se ceba con mi cuello.

—La puerta —digo jadeando—. Abre la puerta.

Madre mía, nunca he sentido esta química con nadie. Hemos bailado, nos hemos reído y nos hemos besado en Boston, y, por alguna razón, estoy a gusto con él. Es como si hiciera estas cosas todos los días, como si fuese lo más natural del mundo. Lo raro es que parece que estemos haciendo lo correcto. Que la situación sea tan espontánea me envalentona. Este hombre es ingenioso, divertido y está más salido que el pico de una mesa, y, en mi opinión —que quizá esté afectado por el consumo de alcohol—, vale la pena correr el riesgo porque sé que jamás volveré a tener la oportunidad de estar con una persona como él.

He muerto y he ido al cielo de los chicos malos.

Ramiro introduce la llave con torpeza y entramos a trompicones en mi habitación. Me tira encima de la cama.

Mi pecho sube y baja mientras nos miramos. El aire se carga de electricidad.

—No soy esa clase de chico —le recuerdo.

—Lo sé —susurra—. No quisiera corromperte.

—Pero quiero... —musito—. Quiero porque ya he durado mucho tiempo.

Levanta las cejas y jadeamos al unísono.

—Eso es cierto.

Lo miro un instante mientras intento que la excitación no me nuble la mente. Me palpita la entrepierna, que pide a gritos que me haga suyo.

—Sería una pena que...

Y lo dejo ahí.

—Lo sé —dice, y se humedece los labios en señal de gratitud mientras me da un repaso de arriba abajo—. Una pena.

Cuando se quita la camisa, me quedo sin aire. Su pecho, de piel aceitunada, es ancho y musculoso. Un reguero de vello baja desde su ombligo y se interna en sus pantalones. Es moreno y sus ojos son de un café reluciente, pero es la intensidad que se oculta tras ellos lo que hace que me muera de ganas de que me la meta. Su roce tiene algo que no he sentido nunca.

The Scale [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora