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Las relaciones entre la capital del reino y el bosque de las hadas solían ser pacificas. Tensas y llenas de rencores, pero pacíficas, al fin y al cabo. Los humanos no podían resistirse a entrar al bosque para buscar y robar piedras preciosas, fruta curativa y cazar animales con la esperanza de que tuvieran propiedades mágicas, y a muchas de las hadas, en cambio, les encantaba ir a la ciudad a jugarles bromas a sus habitantes, sin entender nunca que los seres sin magia tienen una resistencia física y mental de otro tipo.

Un hada de repente sin hogar, una mascota menos en la ciudad. Un viajero desaparecido para siempre en el bosque, un andamio roto a la mitad de una jornada de construcción. Así eran las cosas. Reclamar por alguna de ellas implicaba hacerse responsable de otras tantas, así que ningún lado decía mucho al respecto. Una pelea no era opción para nadie; los humanos son muy vulnerables a la magia y nosotras lo somos aún más a su acero.

Las relaciones eran pacíficas, entonces.

La perdición de la capital empezó con la coronación de la nueva reina. Como signo de buena voluntad, el Consejo de las Hadas invitó a la corte real a una fiesta en el linde del bosque para conocerla. No había manera de que rehusaran la invitación sin parecer groseros, así que los recibimos el día de la primera luna nueva después de la coronación.

Yo vivía sin muchos vecinos en la parte rocosa frente a las montañas, muy lejos del linde. Tenía mis diferencias con el Consejo, pero fui invitada a la fiesta, porque ése es el modo de las hadas. No ser invitada a algo tan importante hubiera sido un insulto, una señal de que era repudiada, de que yo no valía nada.

El día de la fiesta, el rey y la reina llegaron a caballo escoltados por cinco caballeros cada uno, todos con espadas de acero. El verdadero séquito, sin embargo, estaba formado por casi treinta personas entre miembros de la corte y sirvientes.

La reina me agradó un poco más que el rey, pero tampoco fue mucho. Jamás iba a volver a ver a ninguno de los dos, así que había pedido llevar uno de los siete regalos que íbamos a darles. Siete regalos de siete hadas distintas. El mío fue el primero, por ser el menos impresionante de todos.

Verás, a las hadas no nos gusta mucho el oro (es maleable y muy malo para descansar), pero transformar un material en otro siempre es fascinante, y yo sabía que a los humanos les gustaba mucho su brillo, así que llevé mi vieja rueca encantada para convertir lana de oveja en oro. Hice diez metros, suficiente para adornar uno de los vestidos de la reina, y se lo entregué a ella personalmente. Lo tomó con precaución, miró boquiabierta a la vieja rueca de madera y después a su esposo.

Los otros regalos se presentaron entonces uno detrás de otro: piedras preciosas que usamos para adornar los hogares, lámparas de cristal, tela que cambiaba de color, instrumentos musicales, fuegos artificiales y una jarra de leche, nuestra bebida favorita.

Pero supongo que la leche y los fuegos artificiales se terminan, los instrumentos y la tela se gastan, las lámparas se rompen y las piedras preciosas sólo pueden adornar cierto espacio.

El hilo de oro fue por mucho su favorito.

La rueca y la Bella DurmienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora