La Nochebuena:

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 El día 24 de Diciembre los hijos del consejero de sanidad, Stahlbaum, no pudieron pasar en todo el día por el hall y mucho menos por el salón contiguo. En una habitación interior jugaban Federico y María; se iba haciendo de noche y les molestaba que en un día como aquel nadie se ocupara de ponerles luz. Entonces Federico le reveló a su hermana, que apenas tenía siete años, cómo había sentido, desde por la mañana, ruido de pasos y golpecitos en la habitación prohibida. Había visto también en el vestíbulo un hombre con una gran caja debajo del brazo, que era en realidad, el padrino Drosselmeier. María exclamo alegremente:

-¿Qué nos habrá preparado el padrino?

 El magistrado Drosselmeier no era precisamente un hombre guapo. Bajito y delgado, tenía muchas arrugas en el rostro, y en el lugar del ojo derecho llevaba un gran parche color negro. Disfrutaba de una enorme calva, por lo cual llevaba una hermosa peluca, que era una verdadera obra maestra. El padrino, era muy habilidoso, entendía mucho de relojes y hasta sabía hacerlos. Cuando uno de los hermosos relojes de la de Stahlbaum se descomponía y no daba la hora, ni marchaba, se presentaba Drosselmeier, se quitaba la peluca y el gabán amarillo, se anudaba un delantal azul y comenzaba a pinchar el reloj con instrumentos puntiagudos, que a la pequeña María le solían producir miedo, pero que no le hacían ni el más mínimo daño al reloj, sino que más bien le daban vida, y a poco comenzaban a marchar y a sonar, para la gran alegría de todos. Siempre que iba, llevaba en el bolsillo cosas bonitas para los niños; ya fuera un hombrecillo que movía los ojos y hacia reverencias muy cómicas, ya fuese una cajita de la que salía un pajarito, u otras cosas. Pero en Navidad preparaba siempre algo artístico, que le había costado mucho trabajo hacer, por lo cual, en cuanto los niños lo veían, los padres lo guardaban cuidadosamente.

-¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? –repitió María.

 Federico opinaba que era, sin duda, una fortaleza, en cual pudiesen marchar y maniobrar muchos soldados, y luego vendrían otros que querrían entrar en la fortaleza, y los de dentro los rechazarían con los cañones, armando mucho estrépito.

-No, no –interrumpía María a su hermano-. El padrino me ha hablado de un hermoso jardín, con un gran lago, en el nadaban, unos cisnes blancos con cintas doradas en el cuello, que cantaban las más lindas canciones. Y luego una niñita llegaba al estanque, llamaba a los cisnes y les daba mazapán.

-Los cisnes no comen mazapán –replico Federico, un poco grosero-, y tampoco puede el padrino hacer un jardín grande. La verdad es que tenemos muy pocos juguetes suyos, porque en seguida nos los quitan. Por eso prefiero los que papá y mamá nos regalan, ya que nos los dejan para que hagamos con ellos lo que queramos.

 Los niños comentaban que podría ser el regalo. María pensaba que la señorita Trudi –su muñeca grande- estaba muy estropeada, porque era poco hábil y se caía al suelo a cada paso, tenia de las caídas bastantes señales y era imposible que estuviera limpia.

 Noservían de nada los regaños, por fuertes que fuesen. También se había reído mamácuando vio que le gustaba tanto la sombrilla nueva de Margarita. Federico pretendíaque su cuadra carecía de un alazán y que sus tropas estaban escasas decaballería, y eso era perfectamente conocido de su padre. Los niños sabían quesus papás les habrían comprado toda clase de regalos, que ahora se ocupaban decolocar; también estaban seguros de que, junto a ellos, el Niño Jesús losmiraría con ojos bondadosos. Su hermana mayor, Luisa, les decía que era el NiñoJesús el que les enviaba, por mano de los padres, lo que más les pudieraagradar. Él sabía mucho mejor que ellos lo que les gustaría y los niños no de debíandesear nada, más bien debían esperar tranquila y pacientemente lo que lesdieran. La pequeña María se quedó muy pensativa: pero Federico dijo en vozbaja:

-Megustaría mucho un alazán y unos cuantos húsares.

 Había oscurecido por completo. Federico y María, muy juntos, no se atrevían a hablar una palabra; les parecía que en derredor suyo revoleteaban unas alas muy suavemente y que a lo lejos se oía una música deliciosa. En la pared se reflejó una gran claridad, lo que hizo suponer a los niños que Jesús ya había llegado. En el mismo momento una campanita sonó: <<Tilí, tílin>>. Las puertas se abrieron de par en par, y del salón grande salió tal caridad, que los chiquillos exclamaron:

-¡Ah!... ¡ah!...

 Y permanecieron como extasiados sin moverse.

 El padre y la madre aparecieron en la puerta, tomaron a los niños de la mano y les dijeron:

-Vengan, vengan, y verán lo que el Niño Dios les ha regalado.

Cascanueces y el Rey de los RatonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora