Los Regalos:

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 A ti me dirijo amable lector Federico... Teodoro... Ernesto, o como te llames, rogándote que recuerdes el ultimo árbol de Navidad, adornado de regalos. Así, podrás darte cuenta exacta de cómo estaban los niños: quietos, mudos de entusiasmo, con los ojos muy abiertos; y solo después de transcurrido un buen rato la pequeña María dijo dando un suspiro:

-¡Qué bonito!... ¡Qué bonito!...

 Para conseguir aquel momento, los niños habían tenido que ser juiciosos y buenos durante todo el año. En ninguna ocasión les regalaban cosas tan bonitas. El gran árbol, que estaba en el centro de la habitación, tenía muchas manzanas, doradas y plateadas, y flores, almendras garapiñadas y bombones envueltos en papeles de colores, y toda clase de golosinas, que colgaban de las ramas. Lo más hermoso del árbol era que en la espesura de sus hojas oscuras, ardía una infinidad de lucecitas, que brillaban como estrellas y mirándole, los niños suponían que los invitaba a tomar sus flores y sus frutas. Junto al árbol, todo brillaba y resplandecía, y era imposible explicar todas las cosas que se veían. María descubrió una hermosa muñeca, toda clase de pequeños utensilios, y, lo que más bonito le pareció, un vestidito de seda adornado con cintas de colores, que estaba colgado de manera que se le veía de todas partes, y que le hizo repetir:

-¡Qué vestido tan bonito!... ¡Qué precioso!... ¡Seguro que me dejaran ponérmelo.

 Entretanto, Federico ya había dado 2 o 3 veces la vuelta alrededor de la mesa para probar el nuevo alazán. Al apearse, pretendía que era un animal salvaje, pero no le importaba porque haría la guerra con los escuadrones de húsares, que estaban de pie, nuevecitos, con sus trajes dorados y rojos, sus armas plateadas y montados en blancos caballos, que parecían de plata pura.

 Los niños, algo más tranquilos, se dedicaron a mirar los libros de ilustraciones que, abiertos, exponían ante su vista una colección de dibujos de flores, de figuras humanas y de animales, tan bien hechos, que parecía, iban a hablar. Aún quedaba por ver el regalo del padrino Drosselemeier, y apresuradamente se dirigieron los chiquillos a una mesa que estaba junto a la pared. En seguida despareció el gran paraguas que lo ocultaba, y ante la curiosidad de los niños apareció una maravilla. En una pradera, adornada con flores, se alzaba un castillo, con ventanas espejeantes y torres doradas. Se oyó una música de campanas, y las puertas y las ventanas se abrieron, dejando ver una multitud de damas y caballeros, chiquitos, pero bien proporcionados, con sombreros de plumas y trajes de cola, que se paseaban por los salones. En el del centro, que parecía estar ardiendo –tal era la iluminación de las lucecillas de las arañas doradas-, bailaban unos cuantos niños, siguiendo los acordes de la música de las campanas. Un caballero, envuelto en una capa esmeralda, se asomaba de vez en cuando a una ventana, miraba hacia fuera y volvía a desaparecer, en tanto que el mismo padrino Drosselmeier, del tamaño del dedo pulgar de papá, estaba a la puerta del castillo y penetraba en él. Federico, con los brazos apoyados en la mesa, contemplo largo rato el castillo y las figuritas, que bailaban y se movían de un lado para otro, luego dijo:

-Padrino Drosselmeier, déjame entrar en el castillo.

 El magistrado e convenció de que aquello no podía ser. Tenía razón, y parecía mentira que a Federico se le ocurriera la tontería de querer entrar en un castillo que, contando con las torres y todo, no era tan alto como él. En seguida se convenció. Después de un rato, como las damas y los caballeros seguían paseando siempre de la misma manera, los niños bailando de igual modo, el hombrecillo de la capa esmeralda asomándose a la misma ventana a mirar y el padrino Drosselmeier entrando por la puerta, Federico, impaciente, dijo:

-Padrino, sal por la otra puerta que está más arriba.

-No puede ser, Federico –dijo el padrino.

-Entonces –repuso Federico- que el hombrecillo de verde se pasee.

-Tampoco puede ser –respondió de nuevo el magistrado.

-Pues que bajen los niños; quiero verlos más de cerca –exclamó Federico.

-Vaya, tampoco puede ser –dijo el magistrado, un poco molesto- el mecanismo tiene que quedar conforme está.

-¿Lo mismo...? –preguntó Federico en tono de aburrimiento- ¿Sin poder hacer otra cosa? Mira, padrino, si tus personajes del castillo sólo pueden hacer la misma cosa siempre, no sirven para mucho y no vale la pena de asombrarse. No, prefiero mis húsares, que maniobran hacia adelante y hacia atrás, según mi deseo, y no están encerrados.

 Y se fue a la otra mesa, haciendo que sus escuadrones trotasen y diesen la vuelta y cargaran y dispararan a su gusto. También María se marchó en silencio, pues, lo mismo que a su hermano, le cansaba el ir y venir sin interrupción de las muñequitas del castillo, pero como era más prudente que Federico, no lo dejo ver tan a las claras. El magistrado Drosselmeier, un poco decepcionado, dijo a los padres.

-Estas obras artísticas no son para niños ignorantes; voy a volver a guardar mi castillo.

 La madre le pidió que le enseñara el mecanismo que hacía moverse de un modo tan perfecto a todas aquellas figuritas. El padrino lo desarmo todo y lo volvió a armar. Con este trabajo recobro su buen humor, y regaló a los niños unos cuantos muñecos de dulce. Luisa, la hermana mayor, se había puesto el traje nuevo que le habían regalado, y María, antes de ponerse el suyo, lo estuvo admirando un buen rato.

Cascanueces y el Rey de los RatonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora