La Enfermedad:

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 Cuando María despertó de su profundo sueño se encontró en su cama, con el sol que entraba alegremente en el cuarto por la venta cubierta de escarcha. Junto a ella estaba sentada un señor desconocido, que en voz baja, decía:

-Ya despierta.

 Se acercó entonces la madre y la miró con ojos asustados.

-Mamaíta -murmuró la pequeña María-, ¿se han marchado ya todos los asquerosos ratones y está a salvo el bueno de Cascanueces?

-No digas tonterías- respondió la madre- ¿Qué tienen que ver los ratones con Cascanueces? Tú, por ser mala, nos has dado un susto de primera. Eso es lo que ocurre cuando los niños son voluntariosos y no obedecen a sus padres. Te quedaste anoche jugando con las muñecas hasta muy tarde. Tendrías sueño, y quizá algún ratón, aunque no los suele haber en casa, te asustó, y te diste contra uno de los cristales del armario, rompiéndolo y cortándote en el brazo de tal manera, que el doctor Wendelstern, que te acaba de sacar los cristales de la herida, temía que si te hubieras cortado una vena podrías haberte desangrado. A Dios gracias, yo me desperté a medianoche y te eché de menos, y me levanté, dirigiéndome al gabinete. Allí te encontré, junto al armario, desmayada y sangrando. Por poco si no me desmayo yo también del susto. A tu alrededor vi un montón de soldados de tu hermano y otros muñecos rotos, banderas hechas pedazos y a Cascanueces, que yacía sobre tu brazo herido, y, no lejos de ti, tu zapato izquierdo.

-¡Ay mamaíta, mamaíta! -exclamó María -. ¿No ves que ésas son las señales de la gran batalla entre los muñecos y los ratones? Y lo que me asustó más fue que los últimos querían llevarse prisionero a Cascanueces, que mandaba el ejercitó de los muñecos. Entonces fue cuando yo tiré mi zapato a los ratones, y no sé lo que ocurrió después.

 El doctor Wendelstern guiñó un ojo a la madre, y ésta dijo con mucha suavidad:

-Bueno, déjalo estar, María. Tranquilízate: los ratones han desaparecido y Cascanueces está sano y salvo en el armario.

 En el cuarto entró el consejero de Sanidad y habló largo rato con el doctor Wendelstern; luego tomó el pulso a María, la cual oyó perfectamente que decían algo de fiebre traumática. Tuvo que permanecer en la cama y tomar medicinas durante varios días, a pesar de que, aparte de algunos dolores en el brazo, se encontraba bastante bien. Supo que Cascanueces salió salvo de la batalla, y le pareció que en sueños se presentaba delante de ella y con voz clara, aunque melancólica, le decía:

-María, querida señora, mucho le debo, pero aún puede usted hacer más por mí.

 María daba vueltas en su cabeza qué podía ser ello, sin lograr dar solución al enigma.

 María no podía jugar a causa del brazo, y, por tanto, se entretenía en hojear libros ilustrados, pero veía una porción de chispitas raras y no aguantaba mucho tiempo aquella ocupación. Se le hacían larguísimas las horas y esperaba impaciente que anocheciese, porque entonces su madre se sentaba a su cabecera y le leía o le contaba cosas bonitas. Acababa su madre de contarle la historia del príncipe Facardín cuando se abrió la puerta y apareció el padrino Drosselmeier diciendo:

-Quiero ver como sigue María.

 En cuanto está vio al padrino con su gabán amarillo, recordó la imagen de aquella noche en que Cascanueces perdió la batalla contra los ratones y, sin poder contenerse, dijo, dirigiéndose al magistrado:

-Padrino, ¡que feo estabas! Te vi perfectamente cuando te sentaste encima del reloj y lo cubriste con tus alas de modo que no podía dar la hora, porque entonces los ratones se habrían asustado, y oí como llamabas al rey. ¿Por qué no acudiste en mi ayuda y en la de Cascanueces? Tú eres el culpable de que yo me hiriera y de que tenga que estar en la cama.

 La madre preguntó muy asustada:

-¿Qué es eso, María?

 Pero el padrino Drosselmeier puso un gesto extraño y, con voz estridente y monótona, comenzó a decir incoherencias que parecía una canción en la que intervenían los relojes y los muñecos y los ratones.

 María miraba al padrino con los ojos muy abiertos, encontrándolo aún más feo que nunca, balanceando el brazo derecho como una marioneta. Seguramente se habría asustado ante el padrino si no hubiese estado presente la madre, y si Federico, que entró en silencio, no hubiese lanzado una sonora carcajada, diciendo:

-Padrino, hoy estás muy gracioso; te pareces a un muñeco que había sobre la chimenea.

 La madre, muy seria, dijo a su vez:

-Querido magistrado, es una broma un poco pesada. ¿Qué quiere usted decir con todo eso?

-¡Dios mío! -respondió riendo el padrino-. ¿No conoce usted mi canción del reloj? Siempre se la canto a los enfermos como María.

Y, sentándose a la cabecera de la cama, dijo:

-No te enfades conmigo porque no sacara al rey de los ratones los catorce ojos; no podía ser. En cambio, voy a darte una gran alegría.

 El magistrado se metió la mano en el bolsillo y sacó... a Cascanueces, al cual le había colocado los dientecillos perdidos y arreglado la mandíbula.

 María lanzó una exclamación de alegría, y la madre dijo riendo:

-¿Ves tú que bueno ha sido el padrino con tu Cascanueces?

-Pero tienes que convenir conmigo, María -interrumpió el magistrado-, que Cascanueces no posee una gran figura y que tampoco tiene nada de guapo. Si quieres oírme, te contaré la razón de que en su familia exista y se herede tal fealdad. Quizá sepas ya la historia de la princesa Pirlipat, de la bruja Ratona y del relojero artista.

-Escucha, padrino -exclamó Federico de pronto-: has colocado muy bien los dientes de Cascanueces y le has arreglado la mandíbula de modo que ya no se mueve; pero ¿Por qué le falta la espada? ¿Por qué se la has quitado?

-¡Vaya -respondió el magistrado de mala gana-, a todo le tienes que poner falta! ¿Qué importa la espada de Cascanueces? Le he curado, y ahora puede empuñar una espada cuando quiera.

-Es verdad -repuso Federico-, es un mozo valiente y encontrará armas en cuanto le parezca.

-Dime, María -continuó el magistrado-, si sabes la historia de la princesa Pirlipat.

-No -respondió María-; cuéntala, padrino, cuéntala.

-Espero- repuso la madre-, querido magistrado, que la historia no sea tan terrorífica como suele ser todo lo que usted cuenta.

-En absoluto, señora Stanhlbaum -respondió Drosselmeier-; por el contrario, es de lo más cómico que conozco.

-Cuenta, cuenta, querido padrino -exclamaron los niños.

 Y el magistrado comenzó así:

Cascanueces y el Rey de los RatonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora