PRÓLOGO

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La única luz que alumbraba el paisaje era la hilera de farolas de la calle. Todo estaba en una absoluta penumbra, en un silencio tenso y agobiante que me hacía acelerar el paso con mayor necesidad a medida que avanzaba por el oscuro callejón. Ni siquiera me había percatado de que la noche había caído hacía horas sobre la ciudad de Santiago de Compostela, y cualquiera que haya vivido en ella, sabrá lo peligrosa que se vuelve la famosa ciudad a estas altas horas de la noche.

A pesar de no tener demasiada prisa por llegar a mi casa, revisaba mi teléfono una y otra vez en busca de algo que me distrajese para no mirar a mi alrededor y asustarme más de lo necesario, eso hacía que mis pasos fuesen más torpes e inseguros a medida que andaba hacia la salida del oscuro callejón.

Apreté la suave tela de mi bolso con fuerza cuando uno de los gatos callejeros habituales del sitio cayó sobre uno de los cubos de basura, haciendo un estruendoso ruido con ello. Me detuve solo para coger aire y sentirme más relajada, pero justo en ese momento, justo en el momento en el que el gato bajó del cubo de basura con agilidad y se acercó al extraño bulto que se mantenía demasiado quieto para tener vida, o eso pensé, me detuve yo en seco y lo miré con atención. ¿Sería tal vez un vagabundo? ¿Un hombre borracho tumbado al borde del coma etílico? Tal vez debería haberme acercado de primeras para cerciorarme de que así era, de que no era alguien a quien realmente yo pudiese ayudar, sin embargo, mi primera reacción al ver que no se movía, ni cuando el gato se puso a lamerle la cara, fue de seguir mi camino sin siquiera mirar la silueta cuando pasé por al lado. Lo sé, no fui lo que se dice precisamente la mejor persona en ese momento, pero solo era una chica muerta de miedo que solo rezaba porque no se levantase de la nada y me atacase cuando pasase por su lado queriendo irme a mi casa. Esa es la realidad, que no lo hice, que ni siquiera se me pasó por la cabeza acercarme a preguntar si se encontraba bien hasta que fue su gesto el que llamó mi atención. El hombre, el cual ya no parecía tan mayor cuando conseguí verle bajo la tenue luz, levantó la mano con delicadeza y acarició al gato con ternura. Su espalda pegó contra la pared y se enderezó, quedando sentado con el animal sobre sus piernas y permitiéndome ver entonces de quién se trataba.

Su cabello era castaño, pero me resultó casi imposible imaginar la razón por la que estaba mojado si ni siquiera había llovido en semanas. Cuando me digné a acercarme, me di cuenta de que lo que manchaba su cabello era sangre. Sus manos estaban rasgadas por los nudillos, también ensangrentadas, y aunque por un momento había pensado que no se había percatado de mi presencia, alzó los ojos y me miró fijamente. Sus ojos eran verdes, pero no del típico verde en el que pensamos todos cuando nos dicen los míticos rasgos nórdicos, sino que era un verde más bien tirando a oscuro. Tal vez había sido por la escasa luz, tal vez en una luz matutina se podría apreciar el color real de ellos.

Él no dijo nada, y yo simplemente quise acercarme a la situación para agacharme y dejar que el gato se acercase a mí. Había pensado que el animal era cariñoso de por sí, pero se ve que lo conocía y que por ello no se despegaba de él, pues ni cuando le acerqué la mano se dignó a venir a saludarme. Me acuclillé ante ellos y noté cómo el chico tragó su saliva con nerviosismo. A pesar de la situación, de verme temblando del miedo ante un joven chico ensangrentado y, se notaba que no en sus perfectos cabales, decidí quedarme hasta que él hiciese una seña de que realmente necesitaba ayuda.

—¿Te vas a quedar ahí todo el día?—Dijo en un murmuro ronco. Su mandíbula se apretó en ese instante, pero yo hice lo mismo. Ni siquiera había dicho hola, ni tampoco me había dado tiempo a preguntarle si necesitaba algo, pero después de escuchar su tono molesto, se me quitaron las ganas de querer preguntar.

—Solo quería saber si necesitabas ayuda.—Susurré dejando que el felino olfatease mis manos con total confianza.

—¿Te parezco el tipo de chico que necesita tu ayuda?—Se me habían quitado todas las ganas de ayudarle, definitivamente, incluso, de contestar a esa prepotente pregunta. Sin embargo, cuando el joven de ojos verdes intentó moverse sobre sí mismo para lo que supongo que sería levantarse, una mueca de puro dolor insoportable tiñó su rostro casi de inmediato.

—Yo creo que sí.—Espeté con frialdad, sacando mi teléfono del bolsillo para intentar desbloquearlo, fue una tarea difícil puesto que no dejaba de temblar.—Llamaré a emergencias.—Me levanté, pero su mano agarró mi pierna justo cuando me dirigía en dirección contraria a él y algo dentro de mí se paralizó por completo. Recuerdo haber mirado sus ojos directamente, haber percibido el dolor que estaba sintiendo y cómo su agarre disminuía la fuerza a medida que yo separaba el móvil de la mejilla.

—No llames a nadie.—Espetó con enfado.—Solo...Solo vete, déjame aquí. Es muy tarde para que una chica como tú ande sola por sitios así.

—Ahora mismo no soy yo la que menos indefensa está.—Una sonrisa sin humor lo asaltó justo cuando empecé a hablar. No acababa de entender la actitud de éste chico, pero sin duda empezaba a ponerme de los nervios.

—En serio.—Comenzó.—Vete y haz como que no has visto nada de esto.

Por un momento quise contestar, incluso recuerdo lo que había pensado contestarle, pero cuando vi la forma en la que se tumbó de nuevo en el suelo y se acurrucó junto al gato, algo dentro de mí se revolvió. ¿Realmente sería capaz de dejarlo aquí tirado? ¿Podría hacerlo a pesar de que me lo había pedido?

Apreté la mandíbula y escuché la forma en la que respiraba con profundidad, parecía haberse dormido, o por lo menos se lo estaba haciendo para no seguir hablando conmigo. Eso fue lo que se podría decir como la gota que colmó el vaso. Sin mirar atrás, sin dejar de apretar el bolso de nuevo y con más temblor de manos que antes, me di la vuelta y comencé a caminar por donde había venido. Solo se me pasaban preguntas sobre él por mi cabeza en aquel momento, sobre por qué un chico que parecía tener mi edad estaba en uno de los sucios callejones de Santiago, tirado y ensangrentado. No soy tonta, está claro que sus nudillos lo delataban. ¿Se habría peleado con alguien?

Después de unos diez minutos caminando hacia mi casa, de haber mirado hacia atrás en dirección a aquel callejón por si él venía detrás de mí, conseguí calmar el temblor de mis manos y respirar profundamente. Fue así como proseguí mi camino, eso sí, sin dejar de pensar en lo mala persona que era por haberlo dejado allí tirado, y sin sacarme de la cabeza aquellos ojos verdes.

Mi Sentimiento InefableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora