"Si quieres ser mordaz, se breve; con las palabras pasa como con los rayos del sol, cuanto más condensadas, más queman"
Robert Southey (1774-1843)
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Llueve a cántaros, y como no traigo paraguas decido entrar en la cafetería de la esquina. Me siento en la mesa del rincón, alejada del bullicio de la gente aglomerada por la lluvia; pido un chocolate caliente, y decido entretenerme contando los pequeños cuadraditos del mantel.
Alzo mis ojos y entonces lo veo. Sentado en la mesa justo en frente de la mía, mirando impaciente el reloj y acariciando con la yema de los dedos el borde de su taza. Es precioso, sencillamente perfecto. Me deleito imaginando cómo sería refugiarme en ese pecho que se revela atlético con la ayuda de su camisa mojada; qué sentiría al ser estrechada por sus brazos y besada por esos labios que mientras más miro más se me antojan.
En medio de mi enajenación, descubro su pupila clavada en la mía. Sonríe. Seguro notó mi indiscreción. ¡Qué vergüenza! Mira a través del cristal que nos separa de la calle y hace un gesto sinónimo de "¡Por fin!"; saca dinero de su billetera, lo coloca encima de la mesa y se pone en pie. Se está marchando y yo anclada a la silla como una boba. ¡Reacciona! Grito para mis adentros. Es la primera vez que un hombre te estremece solo con mirarte… ¿y no piensas hacer nada? Me reclamo. Quizás no vuelvas a verlo, ya sabes lo que dicen: "Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy".
En un arrebato me armo de valor, me levanto y salgo corriendo de la cafetería. Me detengo, en medio de la calle, debajo del aguacero…y me río a carcajadas de mí misma mientras lo veo alejarse bajo un paraguas de la mano de otro hombre.
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