Capítulo 3

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—Anna, por favor, no te subas ahí. Es peligroso.

—Vamos, Hans. ¿Tú has visto qué pinta tienen esas cerezas? No van a pasar ni un minuto más mirándome desde ahí arriba con ese aire de superioridad.

—Son cerezas, Anna. No te miran.

—Eso lo dices porque no las ves desde aquí arriba.

—Por favor, no subas más, si te caes te puedes matar.

—¿Es que nunca te has caído de un árbol?

—¡No! ¿Tú sí?

—No, pero seguro que no es para tanto.

—Anna...

Ya llevábamos un par de días en la cabaña y todos mis compañeros de vacaciones habían resultado ser unas amables y divertidas personas con las que era realmente agradable pasar el rato. Resultó que cada uno se dedicaba a una sección diferente en la tienda de deportes en la que trabajaban. Olaf se especializaba en los deportes acuáticos y de nieve, Hans en náutica, golf y deportes de raqueta, y Sven en Trekking, escalada, acampada y ese tipo de cosas. Y cada uno sabía mucho, casi demasiado, de los deportes de su sección. Cuando se ponían a hablar de trabajo, era como si me encontrase en un planeta alienígena. Por su parte, como bien dijeron Sven y Olaf, los helados de Kristoff eran, efectivamente, los más deliciosos que había probado en la vida. Ya había probado el de mora, el de chocolate, el de fresa y, por supuesto, el de Olaf. Pero, sin duda, el de chocolate se llevaba la victoria por el momento.

Por mi parte, les conté que al curso siguiente empezaría mi vida de profesora de botánica forestal en la universidad. Todos parecieron tan impresionados por mis estudios que incluso me subieron un poco el ego, pero, especialmente Hans, pareció realmente interesado en mi trabajo. En cuántas horas trabajaría, en si sabía lo que cobraría, en si seguiría viviendo con mi hermana... Me sentí realmente muy atendida. Aquel chico parecía tener un interés muy genuino en mí.

Sin embargo, durante esos dos días, había habido algo que me incomodaba hasta el punto de no dejarme ser feliz. Pensaba en ello día y noche y ni los atractivos y sudorosos chicos que me rodeaban en todo momento lograban que lo sacase de mi cabeza ni un momento: el cerezo.

Dentro del recinto había un precioso cerezo cargadísimo de las que parecían las cerezas más jugosas que jamás había visto. Tan rojas y brillantes y, sobretodo, tan, taaan lejos...

—¿Qué estás haciendo? —escuché bajo mis pies la voz de Kristoff.

—Lo siento, no he logrado detenerla... —contestó Hans que parecía realmente preocupado por mi integridad física.

—Voy a coger esas cerezas —dije algo extenuada por la escalada.

—Te vas a matar...

—Vamos, tampoco es tan difícil. Mira, ya tengo la camiseta llena.

—Y si tienes que sujetar la camiseta con las manos para que no se te caigan las cerezas, ¿cómo piensas bajar? —preguntó el rubio listillo con tono burlón.

—Tienes razón... ¡Cógeme!

No sé qué me dio, pero sujeté bien mis preciadas cerezas y salté del árbol confiando en caer en sus brazos.

—¡Annaaa! —escuché la aterrorizada voz de Hans mientras caía.

—¡Te tengo! —dijo Kristoff soltando todo el aire de sus pulmones de golpe mientras me frenaba exitosamente con su cuerpo.

Quizás no era algo en lo que debiese haberme fijado en ese momento, pero no se estaba tan mal entre sus brazos... Un olor acogedor y un cálido, envolvente y resistente refugio.

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