Capítulo 8

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—Coge ese desvío.

—¿Vive muy cerca de aquí tu abuelo?

—A unos veinte kilómetros más o menos.

—Ah... ¿Tienes mucha relación con él?

—Bastante.

—Entonces, ¿te conoces bien este bosque?

—Se podría decir. He jugado mucho por aquí con mis primos.

—Woooow, tiene que haber sido genial pasar tanto tiempo de niño en el bosque. Qué envidia de infancia...

—Tampoco creas que ha sido para tanto. En realidad, fui adoptado con ocho años. Hasta entones, el bosque sólo existía en los cuentos para mí.

—Oh, no tenía ni idea...

—Tiene sentido.

—O sea, que... ¿has crecido en un orfanato?

—Ahá...

—Y... ¿el señor al que vamos a ver es tu abuelo adoptivo?

—Sí. Pero no creo que esté sólo él. Tanto mis padres como mis tíos vienen muy a menudo a disfrutar de la naturaleza y lo utilizan de punto de reunión. Así que suele juntarse mucha, muchísima gente.

—Suena divertido.

—Y lo es. Pero también un poco cansado, no te voy a engañar.

—Así que, al final tuviste suerte, ¿no?

—Eso creo.

En aquel momento habría deseado no estar conduciendo para poder fijarme en su expresión, pero, de reojo, pude adivinar una tierna sonrisa.

Un rato después, justo tras aparcar al lado de un cuca valla de madera cubierta con una hiedra que empezaba a amarillear por el calor del verano, un estremecedor griterío me dejó totalmente desubicada.

—¡Es Kristoff!

—¡Ha venido Kristoff!

—¡¡Y no viene solo!!

Un montón de personas de todas las edades vino corriendo a nuestro encuentro y se abalanzó sobre él casi haciéndole caer.

—Te presento a mi familia —dijo semi asfixiado entre un montón de brazos.

—Es un placer —contesté algo abrumada por la cantidad repentina de gente.

—Así que, por fin te has echado novia, ¿eh, granujilla? —le dijo uno de mediana edad.

—No, tío. No es mi novia.

—No nos vengas con ésas... —añadió otra algo más joven—. ¿La conocen tus padres ya?

—Os digo que no es mi novia. Ella es Anna, una amiga que se ha venido con Sven y con otros amigos más a la cabaña de este verano. Sólo venimos a por un poco de carbón para hacer una barbacoa esta noche.

—Qué romántico... —dijo otro más dándole unos codazos en las costillas.

—Disculpad que nos hayamos presentado sin visar y encima para pedir —dije intentando cambiar a un tema menos peliagudo.

—Educada, guapa, sabe conducir... ¿tiene pasta? —dijo uno de los adolescentes haciéndose el molón.

—¡Basta! Anna y yo sólo somos amigos, sus cuentas no son asunto nuestro y vamos a irnos en cuanto salude al abuelo.

—El abuelo Pabbie está echando la siesta —dijo saliendo de entre la muchedumbre un pequeñín de unos cinco años.

—¡Ey! ¿Cómo estás, colega? —preguntó Kristoff alzándole en brazos y cambiando totalmente el tono a uno más dulce y confiado.

—Bien. ¿Te vas a quedar? ¿Quieres ver mis plastilinas de colores?

—Eh... No puedo quedarme hoy, pero vendré pronto de visita, ¿vale?

—Jo...

—Pero puedo ver esa plastilina en lo que se despierta el abuelo, ¿te parece?

—¡¡¡Síi!!! ¡Vamos!

El pequeño empezó a arrastrar de la mano a Kristoff, quien evidentemente tenía gran debilidad por él niño, y él se giró hacia mí disculpándose con una mano primero e invitándome a seguirle después.

Sin duda, ir a ver plastilina de colores era mejor plan que quedarme sola en aquel hervidero de marujeo que me inspeccionaba a fondo.

Siguiendo al chavalín, entramos a la enorme casa de Pabbie donde varias personas dormitaban ajenas a todo repartidas en diferentes sofás y donde una pequeña y grasienta mesa nos esperaba llena de una remezcla de colores de plastilina más cercana a un amasijo marrón con rayas de amarillo cósmico que a algo reconocible.

—¡Mira! ¡Es tu helado favorito! —exclamó el niño señalando su obra de arte.

—¡Ey! ¡Buen trabajo! ¡A este ritmo, dentro de nada te voy a pedir que vengas a ayudar a la heladería!

—¡Bieeeeen! ¡Lo pasaremos chachiii!

—No lo dudo...

Kristoff se agachó a casi la altura de su primo o sobrino o lo que fuese, y le hizo un cucurucho de plastilina para el helado.

—¡Ahora está perfecto! —dijo el niño dando saltos.

—Da gusto verle jugar con sus primos, ¿verdad? Se le dan genial los niños —dijo una voz gastada tras de mí.

—Sí que lo da —contesté enmimismada admirando la ternura y la soltura con la que trataba al niño. Si era así con sus primos, ¿cómo sería con sus hijos...?

"¡Vuelve, Anna!"

—¡Pabbie! ¿Te hemos despertado? —dijo Kristoff haciéndome consciente por fin de la persona con la que acababa de intercambiar sin darme cuenta uno de mis más profundos pensamientos.

—Tranquilo, hijo. Para cuando tus tíos se han puesto a gritar yo ya estaba despierto. Siento no haber salido antes. A esta edad uno necesita su tiempo.

—No se preocupe, no hay prisa —dije tratando de confortarle.

El anciano abrazó dulcemente a Kristoff que de devolvió el abrazo con la misma dulzura haciendo que la parte íntegra que quedaba de mi corazón se terminase de derretir. Entonces, se giró hacia mí y me dedicó una sonrisa de entendimiento.

"Mierda, el abuelo me ha calado..."

—Ésta es Anna. Una amiga —me presentó de nuevo Kristoff haciendo doloroso hincapié en la ausencia de romance en nuestra relación.

—Encantada de conocerle, Pabbie.

—Lo mismo digo, Anna. Pareces una mujer inteligente y de buen gusto. Estoy seguro de que nos llevaremos bien.

No hice más que sonreír procurando no entrar en los claros matices de aquella conversación que Kristoff observaba con evidente intriga.

—Pabbie, me gustaría quedarme un poco más, pero nos esperan para preparar las cosas para esta noche. Esta vez sólo veníamos a por un poco de carbón.

—Claro, hijo. No te preocupes. Coged lo que necesitéis. Ya hablaremos más la próxima vez que vengáis.

Los dos compartimos una mirada de la que se sobreentendió un "no vamos a llevarle la contraria al pobre hombre, que ya está mayor", asentimos y nos despedimos de él y del pequeño.

Después, me guió hasta una especie de cobertizo de donde sacamos un saco de carbón y volvimos a cruzar por medio de la marabunta de preguntas incómodas que nos esperaba en dirección al coche.

Finalmente, ya dentro del coche y con las puertas cerradas, los dos reposamos la cabeza en el asiento y suspiramos de puro agotamiento.

—Lo siento —dijo recuperando un poco la compostura—, son muy entusiastas.

—Ha sido divertido.

—No mientas —dijo con una mueca acusadora.

—Ha sido divertido y cansado.

—Eso ya me lo creo más.

Y, riendo juntos, arranqué el coche y partimos de nuevo en dirección a nuestra barbacoa de ensueño.

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