6.

145 7 0
                                    

Qué fácil parece escribir así. 

¡Y bien! Probadlo entonces, y decidme si no siendo el autor de una tela de Van Gogh, podríais describirla tan simplemente, sucintamente, objetivamente, durablemente, válidamente, sólidamente, opacamente, masivamente, auténticamente y milagrosamente, como en esa breve carta suya. 
(Pues el criterio del punzón separador no depende de la amplitud ni del crispamiento sino del mero vigor personal del puño). 
Por lo tanto, no describiré un cuadro de Van Gogh después de haberlo hecho él, pero diré que Van Gogh es pintor porque recolectó la naturaleza, porque la retranspiró y la hizo sudar, porque salpicó sus telas, en haces, en monumentales gavillas de color, la secular trituración de elementos, la terrible presión elemental de apóstrofes, estrías, vírgulas, barras que, después de él nadie podrá discutir que formen parte del aspecto natural de las cosas. 
Y la barrera de cuantos codeos reprimidos, choques oculares tomados del natural, parpadeos tomados del tema, corrientes luminosas de las fuerzas que trabajan la realidad, han tenido que derribar antes de ser por fin contenidos y como izados hasta la tela y aceptados. 

No hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh, ni visiones ni alucinaciones. 
Sólo la tórrida verdad de un sol de las dos de la tarde. 
Una lenta pesadilla genésica poco a poco elucidada. 
Sin pesadilla y sin afectos. 
Pero allí está el sufrimiento prenatal. 
Es el ilustre húmedo de un pasto, del tallo en un plano de trigo que está allí listo para la extradición. 
Y del que la naturaleza un día rendirá cuentas. 
Como también la sociedad rendirá cuentas de su muerte prematura. 

Un plano de trigo inclinado bajo el viento, por encima del cual las alas de un solo pájaro dispuesto en vírgula; qué pintor que no fuera estrictamente pintor, podría haber tenido la audacia de Van Gogh de dedicarse a un motivo de tan desarmante simplicidad. 
No, no hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh, no hay ni drama ni sujeto y yo diría que ni siquiera objeto, pues el motivo mismo, ¿qué es? 
A no ser algo así como la sombra de hierro del motete de una indescriptible música antigua, algo como el leit-motiv de un tema que desespera de su propio asunto. 
Es naturaleza pura y desnuda, vista tal como se revela cuando uno sabe aproximársele al máximo. 
Testimonio de ello ese paisaje de oro fundido, de bronce cocido en el antiguo Egipto, donde un enorme sol se apoya sobre techos tan abrumados por la luz que se encuentran como en estado de descomposición. 
Y no conozco ninguna pintura apocalíptica, jeroglífica, fantasmagórica o patética que me transmita esa sensación de secreta extrañeza, de cadáver de un hermetismo inútil, que entrega con la cabeza abierta sobre el madero de la ejecución, su secreto. 
Al decir esto no pienso en el "Tío Tranquilo", ni en esa funambulesca avenida de otoño donde pasa, en último término, un viejo encorvado con un paraguas colgado de la manga como el gancho de un trapero. 
Vuelvo a pensar en los cuervos con alas de un negro de trufas lustrosas. 
Vuelvo a pensar en el campo de trigo: espigas y más espigas, y no hay más que decir, con algunas pequeñas cabezas de amapolas discretamente sombreadas adelante, acre y nerviosamente aplicadas allí, raleadas, deliberada y furiosamente punteadas y desgarradas. 
Sólo la vida puede ofrecer similares denudaciones epidérmicas que hablan bajo una camisa desabrochada; y no se sabe porqué la mirada se inclina a la izquierda más que a la derecha, hacia el montículo de carne rizada. 
Pero el hecho es que es así. 
Pero el hecho es que está hecho así. 
Su dormitorio también oculto, tan adorablemente campesino e impregnado como de un olor capaz de encurtir los trigos que se ven estremecerse en el paisaje, a lo lejos, detrás de la ventana que los ocultaría. 
También campesino, el color del viejo edredón, de un rojo de mejillones, de mújol del Mediterráneo, de un rojo de pimiento chamuscado. 
Y es ciertamente culpa de Van Gogh que el color del edredón de su lecho alcanzara ese grado de realidad, y no conozco al tejedor capaz de transplantar con indescriptible tinte del modo como Van Gogh supo trasladar, desde lo profundo de su cerebro hasta la tela, el rojo de ese indescriptible revestimiento. 
Y no sé cuántos curas criminales que sueñan con la cabeza de su así llamado Espíritu Santo, en el oro ocre, el azul infinito de unos vitrales a su mozuela "María", han sabido aislar en el aire, extraer de los nichos sarcásticos del aire esos colores a lo que salga, que son todo un acontecimiento, y donde cada pincelada de Van Gogh sobre la tela es peor que un acontecimiento. 
Hay momentos en que impresiona como una habitación bastante prolija, pero con un toque balsámico o un aroma que ningún benedictino podría volver a descubrir para lograr el punto ideal de sus licores salutíferos. 
(Esta habitación hace pensar en la "Gran Obra" con su muro blanco de perlas claras, del cual pende una toalla rugosa como un viejo amuleto campesino intocable pero reconfortante.) 
En otros momentos impresiona como una simple parva aplastada por un enorme sol. 

Van Gogh, el suicida por sociedad.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora