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La depresión llegó a mí de lleno cuando tenía 16. Estaba en mi cuarto y de un momento a otro, sentí el tiempo. Habían pasado 4 días sin comer, bañarme, cepillarme, moverme o levantarme de la cama, perdí la noción de quién era, qué hacía o por qué estaba ahí. Y fue mi mamá, quién preocupada decide tocar mi puerta y despertarme de la burbuja donde me encontraba.

-No quiero sentir que estás muerta en una cama. Déjame ayudarte. -Me dice en un tono angustiada pero triste a la vez. Debe ser difícil ver a una hija así, tendida en cama sin sentido a vivir.

Asentí sin más. No quería pelear, hablar o moverme. Solo necesitaba a mi mamá, era consciente que mi cerebro y corazón pedían ayuda a gritos. Lo último que recuerdo fue que ella entró, se acostó a mi lado, mientras sentía en mi espalda pequeñas gotas de agua que caían de sus ojos.

-Todo va a estar bien, aquí está mamá. -Dijo.

Yo solo me encontraba viendo un punto fijo. Sabía que no estaba bien, cada cosa en el cuarto la había sobre pensado 10 veces, me acordaba del libro que la tía Lucía me dio cuando tenía 14, veía el espejo que durante años estuvo tapado porque no me podía ver en él y así, por 4 días, me la pasé analizando y recordando cada cosa material que poseía, pero en el fondo, para mí era una despedida.

No querer vivir es un tabú todavía. Apostaría que hay millones de personas que no están de acuerdo con sus vidas, odian levantarse cada mañana, cocinar, vestirse, salir al mundo y enfrentarse a él, pero nadie les dice que tienen depresión o que poseen posibilidades de suicidarse. Solo son personas aferradas al sistema. En mi caso, la depresión llegó por muchas razones ¿cuántas si no mil, hay en el mundo para no querer vivir? Cambio climático, desigualdad social, capitalismo, explotación, abusadores y violadores ¿quién en sano juicio diría que vivir es un paraíso de felicidad? Nacer debería ser ilegal en medio de un mundo tan injusto, terrorista y asesino. 

Después de ese día, me internaron en un centro-hogar de recuperación para personas con enfermedades mentales y cuidados paliativos. Llegué con mucho miedo a qué podrían hacerme, pero sabiendo que en casa o ahí, iba a ejecutar mi plan.

Morir.

Vivo aquí desde los 16. En 2 días es mi cumpleaños número 19 y como siempre, vendrá mi familia. No espero nada grande ya que siempre los veo cada domingo del mes.

Aquí es entretenido, hay gente de mi edad con la cual tratamos de -vivir- y recuperarnos, pero en mi caso, preferí no hacerlo. Están tan aferrados a la vida y pasar esta "etapa" que no podía estar en sus vidas. Suficiente tenía con el peso de saber que le haré daño a mis padres cuando muera. Mi madre... Prefiero no pensarlo. Poco a poco me fui adaptando y construí una vida ahí, mis padres me visitaban, yo vivía (como el sitio les prometió a mis padres) y todos felices. 

Jamás cuestioné la decisión de ellos de internarme, entendía que era más fácil decir que hicieron todo lo posible enviándome al hogar, que viéndome y cargando con la culpa de verme morir en vida, en casa. Las visitas son los domingos todo el día. Cada 8 días vienen mis padres con una caja de chocolates, un ramo de flores y mucha comida. Ellos piensan que aquí la comida no es tan rica pero la verdad, es deliciosa. Conversamos, reímos, pero como todo, al fin se marchan. Creo que es la ración perfecta de amor entre padres – hija, un día a la semana, un par de horas, pero a la final, terminar siendo desconocidos. Y así, poco a poco, empecé a instalarles ese efecto desinteresado en mí para que cuando llegara el día, no doliera tanto. O eso esperaba.

Cuando estaba almorzando, me llama María.

-Ann, quiero hablar contigo. Permíteme un segundo. -Estaba extrañada, quizá quería revisar las notas de lo que hablamos hoy. Ella usualmente no hace esto.

Me dirigí hacia la oficina detrás de ella. Sus tacones caminaban rápido y no podía alcanzarla, quería preguntarle qué pasaba, pero iba tan rápido que no tuve tiempo de dimensionar lo que ocurría. De repente, escuché unas risas familiares.

Mis padres.

- ¡Hola Anne! Te extrañábamos. Hace mucho tiempo no nos veíamos. -Dijo mi mamá.

-Desde el domingo, madre. -dije seca pero un poco extrañada.

En la sala estaba la directora, mis padres, y María. No entendía qué pasaba. ¿Habrán encontrado mis cartas de despedida? De seguro era eso. 

-Con María hemos estado viendo todo tu progreso en estos años, en 2 días cumples años y tus padres, quieren que regreses con ellos. ¿qué? Así que, teniendo en cuenta el proceso tuyo y todo el esfuerzo que has hecho, María y Otto declararon que podrías ir a casa, pero con consulta 1 vez por semana. ¿Cómo te sientes? -Dijo la directora con un chillido de felicidad, como si fuera mí misma madre.

Quedé en shock, se hacía más difícil respirar y las pocas imágenes que tenía empezaban a ponerse borrosas. No estaba feliz. Quería vomitar. No podía creer que me dejaran ir tan rápido y tan fácil, ahora más que nunca tenía planeado suicidarme. Están cometiendo un error, pensé.

- ¿Qué pasa Ann? -preguntaron.

-No me siento lista para volver a casa, aún considero que necesito terapia, apenas me aumentaron la dosis hace un mes, necesito quedarme aquí. -Aumenté el tono de la voz cada vez más, casi quebradiza y melancólica.

Quedaron en shock. Se miraban entre sí. Me miraban como si algo raro pasara, apenas ayer y les mostré avances de cómo había mejorado.

-Está bien tener miedo. No te irás del todo. Nos seguiremos viendo cada semana. Ya estás lista corazón. -Dijo ella con bastante dulzura para hacerme gritar y llorar.

- ¡NO QUIERO IRME DE AQUÍ! -Grité llorando.

-Así va a ser. Pero estaremos en cada paso contigo. -Dijo ella seca, sin reconocerme.

- ¿Es seguro esto? Creíamos que estaba bien, ustedes nos dijeron que podíamos llevarla a casa. ¿Qué ocurre? -Dijo papá enojado.

-Annebelle, regálanos un minuto. -Dijo la directora.

Me fui corriendo, llorando, enojada, tenía miedo, no sabía qué hacer. ¿Qué iba a pasar con mi plan? ¿las cosas que tenía listas? No quería irme, necesitaba hacer algo para llamar la atención, para quedarme más tiempo aquí. No podía irme, tenía que estar aquí. Empecé a pensar en acciones que me hicieran prolongar mi estadía aquí. Una de ellas era fingir un ataque de pánico o de ansiedad. Sabía muy bien como mentir y hacerlo, era una buena opción. Cortarme no quería, demasiado profundo e infantil para mí. No sabía qué hacer, se me acaban las opciones, mi mente estaba fatigada y cansada de tanto pensar. Sentía que el mundo daba vueltas y de momento todo empezó a ponerse borroso, los sonidos se dispersaban más mientras perdía la conciencia de mi alrededor. Cerré mis ojos y decidí pensar calmadamente o iba a vomitar. Y ahí, en ese instante, llegaron por mí.

19Donde viven las historias. Descúbrelo ahora