Prólogo

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La sangre manchaba mis ropas y, aun así, permanecí sereno y sin mostrar un ápice de arrepentimiento. Había acabado con la vida de un monstruo, un salvaje, un déspota. Merecía este final y logré cumplir el objetivo de mi madre. Sin embargo, todo tenía un coste. Solté la empuñadura de la espada con la que había asesinado a mi padre y miré frívolamente su cuerpo inerte tirado en el suelo, con los ojos levemente abiertos y vacíos de vida. Exentos de esperanza.

Avancé hasta el trono que había al fondo de la sala real y vi mi reflejo en las piedras preciosas que adornaban el impoluto y majestuoso asiento. Tenía heridas, decenas de ellas. Acerqué hasta mi rostro una de las dos manos que estaban embadurnadas en sangre. Entonces lo supe: me había infectado de Endzeit, esa enfermedad que había acabado con mi madre y que usé para debilitar a mi padre. Ahora yo estaba preso en esta infección mortal. Caí de rodillas en la suave y larga alfombra roja sobre la que tantas veces había sido humillado por él. Estaba condenado a morir. 

Cada minuto que pasaba significaba una vida perdida. Estábamos encerrados en este castillo hasta el fin de los tiempos. Salí de aquella estancia y comencé a caminar a través de los pasillos, viendo cómo mi gente caía progresivamente. Algunos ya habían muerto cuando pasaba por su lado, otros seguían tosiendo y suplicando por su vida. No fui capaz de parar esta guerra interna a tiempo. Si hubiese matado antes a mi padre, esta gente no hubiera fallecido. El Endzeit se trasmitía y contagiaba mediante la sangre. Si una gota infectada penetraba tu herida, estabas destinado a pudrirte. Sollozos, lágrimas, niños suplicando a sus madres que se levantasen, niños que eran sacudidos por sus progenitores para que abriesen los ojos una vez más. La muerte se había hecho dueña de mi clan. Me había quitado el trono. Yo no era el rey, lo era ella. Se reía de mí. Se llevaba a los míos. Se regocijaba en el sufrimiento de todas estas personas. 

Aun así, continué mi camino. Encontré a Shin intentando reanimar a un soldado que le cuidaba de pequeño cuando salía al jardín para verme entrenar. Gritaba su nombre, lo exclamaba una y otra vez. Yo sabía que él no iba a volver a levantarse jamás. No necesitaba decirlo en voz alta, mi hermano también era consciente de que sus esfuerzos eran en vano. Pero permaneció a su lado, sin perder la esperanza. Oh, la cruel esperanza. Maldito el día en el que nos enseñaron a aferrarnos a ella hasta el último momento, obligándonos a caer en una desesperación infinita. Acabé agarrando a Shin por la cintura, intentando alejarlo de una posible infección, a pesar de que él no tenía ni un rasguño dibujado en su piel. Lo alejé a duras penas y tuve que inmovilizarlo debido a su resistencia. Finalmente, lo encerré en su habitación. No le dejaría salir de ahí hasta que destruyera cualquier foco de infección. Al fin y al cabo, yo ya me había contagiado. Mi prioridad era Shin.

Arrastrando hasta el exterior de la mansión todos y cada uno de los cadáveres que todavía no se habían desintegrado solos en polvo, respiré hondo y admiré con dolor el montón que había creado en poco tiempo. Mujeres, ancianas, niños, jóvenes embarazadas, soldados... Todos sin vida. Lancé una llama desde la punta de mi dedo índice izquierdo a la acumulación somática. El fuego se extendió y extendió. El olor a ceniza, el olor a muerte, el olor a fin. Ese era el perfume que respiraba en aquel momento. Sin embargo, dejé fuera de esa pira el cuerpo de mi madre. Con las llamas a mis espaldas, la tomé y la acurruqué en mi regazo. 

"Madre... Tu última voluntad ha sido mi obligación. Espero que encuentres eso que los humanos llaman "paraíso" adonde quiera que vayas. Tu corazón merece el más puro descanso y paz. Sólo tú me demostraste que todavía existía la gentileza, y me lo hacías ver cada vez que iba a tu habitación y me acariciabas el pelo, diciéndome que siempre me amarías, pasara lo que pasara. Nunca supe lo mucho que iba a añorarte hasta que cerraste para siempre los ojos. Y me pregunto, madre, ¿te volveré a ver cuando yo también deje este mundo? Dime, madre, ¿me abrazarás de nuevo aunque mis manos estén manchadas de sangre? Respóndeme, madre, ¿me seguirás queriendo aun habiendo perdido toda la esperanza?"

Sin su contestación, esperé a que finalmente el Endzeit hiciera su última jugada y convirtiera a mi madre en polvo dorado. Me quedé en la misma postura, sin mover los brazos. Todavía podía sentir en mis dedos el tacto de su precioso pelo. Oh, madre... ¿Podría alguien como yo convertirse en un buen rey sabiendo que no pude evitar todas estas muertes? Como si el viento me respondiera, un papel salió del bolsillo derecho de mi chaqueta. Lo agarré y lo miré. Ah, sí. Apunté esto cuando estudiaba la mitología nórdica en mi roñosa y sucia celda. Era la leyenda de las Nornas del Tiempo: Urd, Verdandi y Skuld, las tres hermanas que controlaban el tiempo y eran incluso superiores a los dioses de Asgard. Vivían en las raíces de Yggdrasil y tejían la vida de las personas hasta que llegaban a su fin y dejaban de hacerlo.

Si tan sólo pudiera tener bajo mi poder a esa tal Urd... A la encargada del pasado... Podría evitar toda esta masacre, toda esta guerra. Pero no son más que leyendas religiosas creadas por los humanos para no temer a lo desconocido.

¿O tal vez... Sí era cierta?

La destrucción del tiempo- Carla Tsukinami (Fanfiction)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora