Prefacio

128 19 0
                                    

Tamiras me dedicó hermosos cantos, al atardecer, cuando el sol se presumía dorado detrás de las colinas

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Tamiras me dedicó hermosos cantos, al atardecer, cuando el sol se presumía dorado detrás de las colinas. Fue la primera mujer en nuestra sociedad que cortejó a otra mujer, y en dar el paso siguiente; es evidente a lo que me refiero. Sus rasgos faciales eran peculiares, no sabría cómo expresarlos, puesto que su manera de ser me parecía más interesante. He de admitir que sí me atraía, algo de ella despertaba la pasión en mí, no lo sé. Sin embargo, nuestro amorío acabó por culpa suya, de su orgullo y de una de sus insensateces: se jactó de tener la capacidad de superar a las mismísimas Musas en el canto.

Es en ésta parte de la historia que aparece ella, la otra ella: Amapola. La diosa de las artes, del arco y la flecha, de la muerte súbita, de las plagas y enfermedades, pero también de la curación, de la protección contra fuerzas malignas, de la perfección, de la armonía, del equilibrio y de la razón. Me parecían incontables todo ese montón de títulos, pero eso era ella, además de ser mi amante principal y, en lo personal, la mujer más agraciada de todas en el Olimpo.

Pero, mi corazón se rompió cuando me enteré de que ella fue quien les informó a la Musas de las orgullosas, insensatas y desafiantes palabras de Tamiras. Por tal osadía, las Musas, sumamente ofendidas, castigaron a Tamiras, privándola de la voz, la vista y la memoria para tocar la lira. Fue lamentable, después de eso, se tatuó en nuestras vidas el final de los atardeceres a lado de la otra, riendo, disfrutando de la brisa y los rayos del sol. El final de nuestro amor.

Lo que me hizo recaer y, perdiendo la dignidad, regresé a los brazos de Amapola. Lo hice, pese a todo el daño que había causado, indirectamente, en mí. Lo hice, porque aunque Tamiras había hecho florecer amor en mí, era nada comparado al que cultivó mi primer y gran amor: Amapola.

Ella era eso que me lastimaba y me consolaba, al mismo tiempo.

Pero no debía ser así.

¿Por qué me dejé llevar?

Siempre supe que le mentía, la estaba traicionando. Me estaba traicionando.

Nunca fui hija de una musa y un rey.

Bueno. Eso último sí, pero no del rey que todos creían.

Yo era Hyacinthas, princesa del inframundo y diosa del engaño, el amor trágico y la muerte injusta.

Mi verdadera identidad, que fue revelada cuando perecí y ella me hizo florecer.

Mi verdadera identidad, que fue revelada cuando perecí y ella me hizo florecer

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La flor de AmapolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora