III. El elixir rosáceo

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Esa noche, tomé la mano de ella y huimos juntas

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Esa noche, tomé la mano de ella y huimos juntas. Usé mis habilidades para engañar todo lo que fue necesario, mi prioridad era que ambas saliéramos sanas y salvas de ahí. Pude percibir su risa cuando compartimos una locura en el transcurso de nuestro escape nocturno, y debo confesar que no hubo nada más que me importara, solo ella. De nuevo, me permitió experimentar lo llamado felicidad. Mi corazón latía muy apresurado y no lo hacía, únicamente, porque estuviera corriendo; sino, porque cuando corría, lo hacía al lado de ella, con su mano entrelazada a la mía.

Sin alzar sospechas, llegamos a su hogar. Las paredes eran blanquecinas, el piso igual, casi todo en ese lugar era así; irradiaba pureza sin cesar. Una pureza que se corrompió cuando la puerta principal fue cerrada y, detrás de ésta, donde ninguno podía observar el crimen, Amapola plantó un intenso y necesitado beso en mis labios. Ella demostró con su acción que me extrañó aquel día, que, sin importar que lo negase, el amor de su vida era y siempre sería yo; como ella el mío.

Solté la dorada, larga y rizada cabellera de ella, que me encantaba tanto acariciar. Ella liberó la mía e hizo lo mismo, mientras reía conmigo. Nuestra química y conexión era tan única, tan real y poco cuestionable ante mi punto de vista. Porque, aunque eramos amantes, nuestra relación no solo se basaba en la pasión, era más que eso. Había humor y tropiezos, rompíamos la candente pasión del momento, y la reconstruíamos sin darnos cuenta. Era algo de ensueño, entre las dos no existía la vergüenza ni mucho menos la incomodidad. El candente amorío sin compromiso terminó mutando en una dependencia emocional y sentimental hacia la otra, en una necesidad del amor que, entre nosotras, floreció.

—Te amo, Hyacinthas, no sabes cuánto. Amo la belleza de tu alma y la manera en la que está tallado tu cuerpo. Eres perfecta, aunque no quieras admitirlo —reveló, tomándome del mentón con delicadeza. Las sábanas cubrían esas partes privadas de su cuerpo, exclusivas solo para mí. Yacíamos acostadas en su cama, yo boca arriba, relajada, y ella mirándome, demostrándome su cariño a través de extensas miradas.

—No lo soy. —Ella tenía razón, yo no quería admitirlo—. Y menos ahora, que estoy en la boca de todo el Olimpo para mal. Me hacen ver como eso que dijiste que era. Mi verdadera identidad lo único que hace es condenarme. —Mantuve un semblante indiferente y despreocupado. Ella fue parte del montón que me hizo daño, y lo había olvidado por culpa de la pasión.

—No fue mi in...

—No hace falta —interrumpí, sin verla a los ojos—. Encontraré el modo. Quizá termine bebiendo el elixir rosáceo de la mortalidad, para degradar mi alma y cumplirte el sueño de ser una heroína de la luz y semidiosa, y no una princesa del inframundo y diosa oscura.

Su rostro con el entrecejo arrugado se interpuso en el centro de mi campo visual, y opté por la rendición, observando esos brillantes luceros que me paralizaban.

—¿Qué has dicho? ¿Elixir de qué? —Sonó como a regaño.

—De la mortalidad —repliqué, sin titubear ni demostrar nervios.

—¡Estás loca! —Se hizo a una lado, y pasó sus manos por su rostro, preocupada—. ¿A quién le has robado?

—A nadie —me subí en mis codos—, lo he hecho yo misma.

Nuestras miradas conectaron, y pude sentir el circuito de sentimientos y emociones que hubo entre las dos. Entonces el tiempo se pausó, en mi mente, cuando ella hizo la siguiente pregunta.

—¿Por qué has hecho eso? —Dejó de sonar como si me estuviera regañando, parecía que trataba de ser comprensiva—. Dime, ¿por qué lo has hecho, Hyacinthas?

Evadí su mirada, enfocándome cómo la piel de nuestras piernas se rozaban. El vaso se colmó, y ese insufrible nudo en mi garganta se desató. No pude evitar que se derramaran lágrimas. Ésto dolía en mi ser, dolía mucho, como si me lanzaran miles de discos encima, y no con la finalidad de aniquilarme, sino con la idea de hacerme vivir por toda la eternidad, y sufrir.

—Lo he hecho porque —mi voz se quebró—, porque siempre creíste que yo era eso que antes he dicho: una heroína de la luz y semidiosa. En tu memoria, la mujer frente a ti ahora mismo, no es la misma que llevabas conociendo durante semanas. No es la misma, e hice el elixir para que fuese así, porque una madrugada reflexioné acerca de ti y concluí que merecías ser feliz con esa mujer que creías que era yo, porque ésta que vez ahora soy yo, la verdadera, y tal vez no me amas, como la amabas a ella, o tal vez ni siquiera me amas y crees hacerlo por compromiso. —Mi corazón se encogió cuando volví la mirada a ella, y estaba afligida—. Lo he hecho porque te amo, porque quería ser para ti ese anillo perfecto que encaja con facilidad en el dedo, porque te amaba y temía que tu no lo hicieras conmigo.

Amapola me abrazó, y estallé en un llanto silencioso sobre su hombro.

Mi ser estaba tan roto, y no fue sino hasta esa noche con ella que me di cuenta.

Mi ser estaba tan roto, y no fue sino hasta esa noche con ella que me di cuenta

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La flor de AmapolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora