Prólogo: Coliseo

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PAELLICIO

Seducir a la emperatriz








Veía con asco como un gladiador clavaba su espada en el pecho del desgraciado animal que fue puesto en batalla. Sus oídos estaban aturdidos por el bullicio que hacían las masas, emocionados y excitados por el sangriento espectáculo que tomaba lugar en el Coliseo.

Como la emperatriz, tenía el (por desgracia) mejor asiento y por ende, la mejor vista. Le provocaba náuseas el simple pensamiento de presenciar como asesinaban a un animal. Estaba tan cerca de la arena, que podía sentir el olor a sangre fresca colarse por sus fosas nasales. Miraba con horror como su séquito de invitados gritaban y animaban al gladiador a terminar con la vida del animal. Ella se rehusaba a pronunciar palabra o mostrar emoción alguna por el acto, sabía que eso haría que todos se diesen cuenta del disgusto de la emperatriz, y acabaría el espectáculo.

Hizo un ademán y rápidamente una lujosa copa de vino, suavizada con agua, reposaba en su mano derecha. Dio un sorbo, degustando el sabor no tan exquisito del néctar de uva. No se quejo, ese debía de ser el sabor que debía de tener el vino. Estaba perfecto.

Cuando menos lo espero, el fornido gladiador hizo un movimiento, atacando al león y que su sangre salpicara la pared donde arriba reposaba la emperatriz. Por suerte, el líquido no llego a tocar ni siquiera el balcón. Todos suspiraron aliviados para luego volver a gritar, satisfechos por el sangriento acto final.

—Oh, su alteza. Mis sospechas eran erradas, ese esclavo sabe dar pelea... — mencionó Boscha, una mujer con mucho poder político. Era la sargento del ejército romano, que por fin podía darse un descanso luego de expandir el imperio, hasta Egipto si somos específicos.

La emperatriz asintió, apoyando su perfilada barbilla en la palma de su mano, en signo de aburrimiento.

Le disgustaba en su totalidad asistir a aquellos eventos. La sangre, los gritos, la comida fría. Era horrendo para ella. No podía prohibir los eventos, eso disgustaría a sus súbditos, y un buen emperador debía mantener contento a su pueblo. Evitaba asistir lo más que podía, pero su consejero la hacía asistir cuando era de suma importancia para quedar bien con ciertas personas.

—Lucius. — llamo a su consejero. El susodicho apareció rápidamente, haciendo una inclinación de cabeza —Deseo retirarme.

Más temprano que tarde, dos guardias se pararon a sus dos costados para escoltarla. Mientras se abría espacio en el pequeño tumulto de gente, para que la emperatriz pudiera retirarse por el pasillo destinado a eso. Un pasillo algo estrecho hecho solo con el objetivo de que el emperador pudiera retirarse lo más pronto posible, ya sea por una emergencia o solo para retirarse.

Con elegancia se levantó de su asiento y acomodo su túnica blanca de seda. Una esclava a su lado pidió permiso para acercarse y acomodo su corona de laurel y estiró su larga capa roja. La emperatriz agradeció con un asentamiento de cabeza y se dispuso a retirarse. Pero una voz desconocida para ella la incito a girarse y dedicarle una mirada de desdén.

—¿No se divierte, emperatriz? — pregunto con un tono de diversión. Algo sumamente grosero si de la emperatriz se trataba.

Mientras todos a su alrededor abrían los ojos, estupefactos por su audacia, la emperatriz sonrió y ladeó la cabeza.

—No es eso, dama. Es... — chasqueó la lengua, aún sonriendo —Mi fuerza de voluntad contra este calor. — mintió vilmente. Aunque el calor fuese verdad, la extraña estaba en lo correcto, pero no podía darle la razón a una extraña frente a su séquito y personas con alto rango.

De pronto, el cielo se tornó gris, soltando maldiciones en forma de rayos amenazantes. Pronto una suave lluvia arropó el lugar, pero nadie se mojó, un enorme telar los protegía de la lluvia. Si, el coliseo estaba preparado para situaciones como esas. El show debía continuar. Pero eso no evitó que todos sintieran frío.

—Los dioses quieren decirnos algo... — hablo un hombre junto a Boscha. Ese era César, uno de los tantos encargados de las obras teatrales. Sumamente creyente en los dioses. Como la mayoría de romanos —Todo el día el sol y el calor nos envolvió.

Todos le dieron la razón. Pero Amity seguía mirando a la extraña dama llena de audacia para con ella. Está le sonreía inocentemente, con una extraña copa de vino en mano, tomando sorbo tras sorbo. Parecía que el líquido no secaba y ella no se empalagaba de este.

—¿Será una señal para la emperatriz? — le pregunto Lucius inocentemente. El hombre asintió, pensativo.

—Puede ser. Será mejor que no se retire, jovencita. Claro, si así lo desea. — César era el único fuera de la familia real que podía llamar a Amity por otros nombres que no fuesen "emperatriz" o "su majestad". Él había sido un amigo de confianza de su padre, su tutor y muchas veces un consejero sabio.

Amity suspiro y aparto su inquisitiva mirada de aquellos desconocidos orbes cafés.

—Lo lamento, mi señor, pero prefiero retirarme al palacio. — ambos compartieron un asentamiento de cabeza, antes de que la emperatriz decidiera retirarse.

Mientras iba de camino a su palacio, en un carruaje. Recordaba a la joven desconocida que la había detenido con su dulce voz. En ella despertaba la curiosidad por saber quién era y como había si quiera podido estar presente en el espacio destinado solo a las personas de confianza o la compañía de la emperatriz sin que ella supiese de su mera existencia. Talvez era una cercana a alguien de su círculo que le había ayudado a colarse.

La presencia de la joven la había atontado en el momento, pero seguramente fue por el fuerte vino ingerido. Suerte que nadie pareció notarlo. Qué alguien de estatus se mostrará ebrio era algo vergonzoso.

—¿Quién era esa joven? — se atrevió a preguntar. Lucius despegó la vista de su pergamino y respondió:

—No lose, su majestad. Pero... Si me permite serle franco, la joven era muy hermosa.

Ella asintió, estando de acuerdo. Con la vista aún dedicada al paisaje, alzó la mano, en signo de estar a punto de decir una orden.

—Estaría encantada de contar con su presencia en la obra teatral de mañana.

Él la miró, inquisitivo.

—Ya mismo le ofrezco la invitación. — ella negó.

—No es una invitación. Quiero su presencia de forma obligatoria.









Y hasta aquí el prólogo ¿Les gusto? Trataré de que la historia también cuente cosas curiosas de la antigua Roma, para que sea un poco más entretenido.

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